Ahora que se
especula con el regreso de Juan Carlos I tras su poco edificante y
lujoso autoexilio en Abu Dabi cabe pensar que, en caso de
materializarse, se producirá una polarización de la opinión
pública en torno a su figura. Por un lado, quienes reprochan al rey
emérito una conducta poco ejemplar amparada en la inviolabilidad
legal que le blinda se sentirán corneados al verle llegar a España
tan campante, como si sus avatares legales y fiscales, dejando a un
lado su perfil libidinoso, hubieran constituido una pelusilla que
alguien se sacude de la pechera. De la otra parte, podemos contar con
que un sector escaso en número pero muy influyente nos cantará las
bondades de su reinado y nos recordará la enorme deuda contraída
con su persona como garante de la estabilidad en un país
históricamente poco propenso a ella.
Ese sector que se
empeñará en que veamos la botella medio llena estará en gran
medida conformado por quienes durante su reinado promovieron una
visión idealizada del monarca: un hombre sencillo, afable, cercano,
con don de gentes y profundos valores democráticos, al frente de una
institución moderna y austera. Una figura ejemplar que encarnaba los
valores de la España actual para la cual ejercía de inmejorable
embajador en el mundo. En tan alta estima parecían tenerle que era
como si invitaran a la sociedad española a pellizcarse por la suerte
que había tenido de que un personaje así hubiera acabado encarnando
y protagonizando un episodio tan sensible y delicado de la historia
reciente del país.
Loas y panegíricos
que serán emitidos por esas mismas fuentes que durante las décadas
que duró su reinado silenciaron y ocultaron a los españoles
cualquier detalle ocurrido en la trastienda de la casa real y
alrededores que pudiera contradecir o entrar en conflicto con la
visión edulcorada promovida en torno a la figura del monarca:
grandes empresarios, influyentes periodistas, destacados políticos,
escogidos miembros de la judicatura. Esos mismos que conforman el
cogollo del poder, a quienes cabe imaginar intercambiando codazos y
sonrisas de complicidad cada vez que en sus conversaciones privadas
emergían detalles acerca de la verdadera conducta del monarca, como
si estar en el secreto de la hipocresía que envolvía a su persona
reafirmara su pertenencia a la élite.
A una élite con muy
pocos escrúpulos, cabría añadir, pues en buena medida sus nombres
y apellidos coincidían con los grandes beneficiarios del sistema
ensamblado a raíz de la modélica transición española, en muchos
casos provenientes del franquismo como era el caso del propio rey. La
misma transición, sí, que había asombrado al mundo por su
efectividad y había disipado los peores augurios sobre el futuro del
país. Esa gente es tan responsable como el propio monarca, o más,
de su tachable comportamiento, al envolverle de una impunidad para la
que, a fin de no aprovecharse, hay que tener unos estándares éticos
de los que Juan Carlos I, es obvio, carece.
Empresarios,
periodistas, políticos, que al mirarse en el espejo del jefe del
estado no recibían esa imagen idílica que ellos mismos contribuían
a proyectar sobre el grueso de la sociedad española, sino la de un
ser de carne y hueso con las taras propias de quien ha crecido en un
entorno de privilegio sin jamás tener que rendir cuentas por sus
propios actos. Debe tener que ser incómodo para un destacado miembro
de la élite española que el jefe del estado le devuelva una imagen
inmaculada. Mucho más aprovechable la de un granuja, no ya por ese
as chantajista que le otorga en caso de que las cosas se tuerzan sino
porque le evita remordimientos en caso de sentir la tentación de
obviar la legalidad. Más bien, al contrario, casi le hace sentir un
ingenuo, alguien un poco tonto, si no se anima a ello.