Una ventana se asoma a la calle desde un apartamento situado a poca altura. Se ve en ella a un chico fumar un cigarrillo. Entre calada y calada contempla la calle con expresión atenta, quizás no tanto interesándose por lo que en ella ocurre sino más bien dejándose contagiar por el ritmo de la ciudad. Cuando expulsa el humo le gusta formar aros que se estrella n contra la rejilla de metal que protege su apartamento de la entrada de insectos. Le miro y siento el deseo de que su cigarrillo no se extinga nunca, porque tenerle allí me transmite paz, sosiego. Su visión me ayuda a olvidarme de todo: de los bocinazos, alarmas y sirenas, los sones y diatribas raperas, de tantas voces necesitadas de un interlocutor. Se le adivina tan perfectamente integrado en el paisaje urbano como si no le supusiera ningún esfuerzo, como si fuera algo natural para él, como si siempre hubiera estado, perteneciera allí. Me gusta por ello verle cuando cae la noche, apurando sus pitillos, anticipando el instante en que sus aros de humo se estrellarán contra las rejillas de metal...