A quien no cuente con una experiencia profesional en la administración central le podrá sorprender la absoluta falta de reflejos demostrada por el gobierno de la nación respecto a los sucesos ocurridos durante el pavoroso incendio que arrasó doce mil hectáreas en la provincia de Guadalajara, amén de las vidas de once personas que trabajaban en las labores de extinción. Uno se pregunta dónde viven nuestros gobernantes. Un servidor que habita desde hace un año en un pueblecito de la sierra madrileña ha sido durante este tiempo incapaz de salir del asombro que le producía, no ya la extrema falta de lluvias, sino la sucesión ininterrumpida de días de sol durante los largos meses de invierno. Era evidente desde hace muchos meses que el verano se iba a ensañar aún más que de costumbre con nuestros castigados bosques y, sin embargo, a nadie se le ocurrió adoptar medidas preventivas, al menos de cara a la ciudadanía, como si nos dispusiéramos a afrontar un verano más, siempre complicado en cuanto al riesgo de incendios pero tampoco más que otros. Y ahora que la tragedia se ha producido, cuando resulta imposible reparar lo que resulta ya irremediable, el gobierno reacciona a la tremenda anunciando una implacable batería de medidas que incluye hasta la de fumar en el campo (una vez más los fumadores colocados en el punto de mira), un ejemplo del mal gobernante que ante su imprevisión flagrante reacciona a posteriori redoblando el celo punitivo y prohibicionista sin haberse preocupado de inculcar con anterioridad medidas de concienciación ciudadana ante el riesgo evidente que se nos avecinaba. Un botón de muestra de la escasa calidad de nuestros gobernantes, sean de uno u otro signo (no tengo la menor duda que en caso de haber pertenecido el gobierno a otra formación política el resultado hubiera sido idéntico, si la tuviera basta ver el comportamiento digno de chacales con el que la oposición ahora trata de sacar partido de la situación), puntas de lanza de la inercia implacable de una administración artrítica.
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