El cura y los mandarines, el polémico libro del periodista
Gregorio Morán publicado en 2014, adquirió notoriedad al ver en el último
instante abortada su publicación por Planeta en un poco edificante ejemplo de
censura económica –se le exigía la retirada de apenas doce páginas dedicadas a
la Real Academia de la Lengua y en especial a su mandamás, Victor García de la
Concha, a fin de no ver comprometido el suculento filón que la publicación de los
famosos diccionarios de tan docta institución representan para la editorial-,
una llamativa paradoja a tenor de la atención que el polémico libro presta en
su primera mitad a la censura por motivos políticos en la España del
tardofranquismo que a su vez sirve como insuperable metáfora de la naturaleza
del cambio operado en nuestro país en las últimas décadas las cuales
constituyen el espacio temporal abarcado por el libro de Morán tal y como reza
su subtítulo: Historia no oficial del Bosque de los Letrados – Cultura y
política en España 1962-1996.
Finalmente publicado por Akal, a través de sus 800 páginas
el libro explora la relación entre los intelectuales y el poder político
durante el tardofranquismo, la Transición y el periodo del gobierno socialista con
la figura y la trayectoria de Jesús Aguirre –el cura del título que acabaría
ingresando en la Real Academia de la Lengua tras casarse con la Duquesa de
Alba- como símbolo de la época que da cierta continuidad al relato, el cual en
lugar de progresar de forma lineal a lo largo de los 34 años que cubre se
articula en torno a acontecimientos significativos desde el punto de vista cultural
que iluminan los distintos periodos: desde el Contubernio de Munich a la consagración
de la RAE como altar de la cultura oficial, pasando por la campaña publicitaria
de los XXV Años de Paz, el estado de excepción de 1969, la explosión editorial
durante la Transición, la creación del diario El País en 1976, el referéndum
sobre la entrada de España en la OTAN y otros hitos que implicaron un
posicionamiento nítido por parte de los intelectuales y que contribuyen a dar
una visión de conjunto.
La perspectiva se amplía con la presentación de los perfiles
de las figuras intelectuales más destacadas de la época a partir de los jóvenes
pensadores falangistas afines al franquismo: López Aranguren, Laín Entralgo,
Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar, Camilo José Cela, que, sea por convicción o
por conveniencia, evolucionarían hacia el pensamiento democrático y cuya
influencia resultó determinante durante el tardofranquismo y la Transición pasando
por destacadas figuras del exilio, tanto exterior como interior, con un marcado
compromiso de izquierdas que quedarían orilladas por la cultura oficial: Max
Aub, Manuel Sacristán, y tantas otras, más jóvenes, que irían surgiendo con
posterioridad, entre las que el autor destaca al editor Carlos Barral, sin
olvidar a los altos funcionarios que destacaron en el manejo de la política
cultural en los distintos gobiernos así como por supuesto la figura del sorprendente
Jesús Aguirre.
La visión que El cura y los mandarines ofrece de la inteligencia
española no es muy halagüeña, a tono con el devenir político de un país que
ante las escasas ventanas de oportunidad que se le abren muestra una y otra vez
sus limitaciones. Abundan el oportunismo, la conversión a conveniencia, el
cálculo y la ambigüedad. Triunfan quienes se adaptan a los dictados del poder
político sin importar el peaje que ello conlleva para su integridad intelectual
lo que a menudo les empuja a complicados ejercicios de contorsionismo. Resulta
especialmente sabroso el pasaje que incide en el radicalismo que aquejó a la
casi totalidad de los pensadores españoles en los instantes previos a la muerte
de Franco, a quienes el relativo conservadurismo mostrado por la sociedad española
cogería con el pie cambiado forzándoles a evolucionar a grandes zancadas, hasta
llevar a muchos de los más jóvenes de ellos –aquellos maoístas y dogmáticos revolucionarios
de los albores de la Transición- al radicalismo más reaccionario en la
actualidad como si una vez iniciado el deslizamiento se hubieran quedado sin
frenos. La integridad y la coherencia son a menudo los distintivos de los
grandes perdedores que quedan aislados, superados por los corrimientos de la
inteligencia. Fiel a su reputación de periodista díscolo, insobornable, el afán
justiciero de Gregorio Morán recorre el libro de principio a fin. No es en
absoluto un observador neutro o aséptico; al contrario, no tiene ningún recato
en mostrar sus filias y fobias, reservando para estas últimas un verbo afilado,
cáustico.
El cura y los mandarines es un libro ambicioso por el
espacio temporal que cubre y por la cantidad de personajes y de acontecimientos
que abarca, una obra sólo al alcance de un periodista con un vasto bagaje
cultural. No obstante sus pretensiones pueden dar lugar a engaño dado que se
centra sobre todo en un ámbito de la cultura: la intelectualidad. Desde el
punto de vista cronológico la obra se ofrece un tanto desequilibrada ya que sus
primeras 400 páginas cubren apenas tres años, el periodo que va de 1962 a 1964.
Da la impresión como si estuviera concebida en torno a sólidos trabajos
preliminares centrados en épocas concretas y de ahí su descompensación. Se echa
en falta asimismo un más riguroso trabajo de edición y de corrección en algunos
pasajes. Destaca, por último, la omisión en el texto de referencias a la
editorial Planeta pese a su relevante y controvertido papel, cabe pensar que
porque era la llamada a publicar el libro. Una ausencia chocante que sirve de
recordatorio de que nadie, tampoco Morán, se libra de tener que hilar fino. Se
trata, no obstante, de taras que no desmerecen un trabajo oportuno e iluminador
que, con espíritu crítico, ácido en ocasiones, contribuye a revisar desde la
óptica cultural y desde el momento actual la historia reciente de España y el
relato sobre su cada vez más cuestionada adaptación a la democracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario