Como bilbaíno perteneciente a la generación del baby boom la
convivencia con el fenómeno terrorista
ha sido una constante en mi vida, formaba ya parte del paisaje –como los Altos
Hornos o el Athletic, da igual que su naturaleza fuese otra muy distinta-
cuando adquirí uso de razón y durante mucho tiempo pensé que lo seguiría siendo
también el día en que éste me abandonara. Por entonces, el terrorismo etarra
era un elemento indispensable –quizás el más llamativo- que nos singularizaba como sociedad y que
contribuía a forjar nuestra identidad en contraposición a otras realidades
próximas que sufrían otros problemas pero no el de la violencia.
Con el tiempo y, sobre todo, tras su desaparición, en
ocasiones me he preguntado si mi actitud hacia el terrorismo etarra pudo a lo
mejor haber sido diferente, si en lugar de limitarme a coexistir con él no
hubiera debido adoptar una posición más beligerante. Es esa clase de preguntas
un tanto tramposas ya que para entonces se conoce el desenlace y se cuenta con
la perspectiva de lo que sucedió -el “hubiera o hubiese” suele funcionar en la
literatura pero a menudo contribuye a distorsionar la realidad-. Aunque parezca
extraño, en esos casos siempre llego a la conclusión de que el terrorismo era
algo tan propio de mi identidad como el txirimiri o la Aste Nagusia, da igual
que sus fines y métodos me resultaran ajenos, del mismo modo que nunca
pertenecí a una konparsa ni en mi familia jamás vi a nadie protegerse de la
lluvia fina con una txapela.
Sólo una vez la situación empezó a permitir aventurar que,
después de todo, la violencia quizás no fuera eterna, aunque para entonces yo
ya no vivía allí, comencé a intuir que llegaría un momento en que la realidad
del pueblo en el que nací y crecí se alinearía por fin con la de esas otras
realidades próximas que sufrían problemas pero que no se dirimían de forma
violenta, que como sociedad alcanzaríamos la ansiada normalidad. Lo que jamás sospeché
es que en verdad eran esas otras sociedades próximas las que, sin intuirlo ni pretenderlo,
se irían alineando con la nuestra y que
el terrorismo, aunque de distinta naturaleza, se acabaría conformando como un
elemento si no cotidiano al menos sí recurrente, de forma directa o indirecta,
en su realidad. Dicho de otro modo, nos considerábamos –y consideraban- la
excepción sin sospechar que éramos una avanzadilla, que terminaríamos por convertirnos
en la regla.
Circunscrito por aquel entonces a ámbitos geográficos muy
acotados en unos pocos países europeos, por desgracia el terrorismo está convirtiéndose
en un fenómeno en vías de rápida asimilación por la gran mayoría de las
sociedades occidentales. La experiencia acumulada tras haber crecido en una
sociedad azotada por el terrorismo me permite reconocer algunos elementos que
caracterizan el proceso de las que se enfrentan al terror de nuevo cuño, sobre
todo desde la perspectiva de quienes pertenecen a la comunidad cuyos derechos
vienen supuestamente defendidos por los terroristas y justifican sus acciones.
Por ejemplo, esa manía –no siempre inocente- de generalizar
asociando la supuesta causa de los violentos al conjunto de la sociedad de la
que emergen (“el terrorisma vasco” entonces, “el terrorismo islamista” ahora).
O la indefensión y la suspicacia que ante terceras personas sienten los
miembros no violentos de la comunidad que sirve de causa a los terroristas cuando
vienen tildados de equidistantes, de conniventes, y de no hacer lo suficiente
por desmarcarse de los violentos, a quienes se conmina a posicionarse tan
pronto son presentados en círculos ajenos a su comunidad y se ven incapaces de
satisfacer las expectativas a menudo irreales o simplistas de quienes les interpelan,
a los que optan por evitar para acabar empujados hacia una tierra de nadie. Por
no hablar del papel de los medios de comunicación y de la clase política, que
ante fenómenos tan cruentos y de tanto impacto jamás dan una puntada sin hilo.
El riesgo de alienar al grueso de la comunidad que sirve de excusa a los
terroristas, de ponerlos bajo sospecha, es grande y el objetivo, si se aspira a
su integración, debería ser tranquilizarles, mostrar hacia ellos una empatía que
agradecerán cuando el suelo empiece a moverse bajo sus pies en la estela de
cada atentado y que, cabe pensar, no olvidarán.
Los objetivos y reclamaciones del nuevo terrorismo nos
resultan más difusos y lejanos aunque su sentido inmediato sea el mismo: causar
víctimas inocentes y sembrar el terror de forma que puedan condicionar las
decisiones que afectan a la comunidad en cuestión. El papel de los medios de
comunicación resulta ambiguo a este respecto ya que se nutren del
sensacionalismo, lo mismo ocurre con los gobernantes siempre proclives a las
declaraciones grandilocuentes, a apelar a la unidad para a la postre acabar
recortando derechos en aras de acariciar una pretendida seguridad que nunca
podrá ser absoluta. Pese a ciertas declaraciones de reafirmación colectiva hechas en caliente, es natural que ante la comisión de atentados la sensación de
miedo permee a la sociedad afectada sin necesidad de que los medios y la clase
política echen gasolina al fuego. El problema no es sentir miedo –una reacción
humana lógica ante quien pasa a sentirse objetivo potencial de una violencia
indiscriminada-, el reto más bien consiste en aprender a vivir con él sin
hacerle concesiones.
Este artículo está también disponible en el número de septiembre de la revista digital de agitación cooltural agitadoras
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