Los virreyes (Editorial Acantilado), obra cumbre del escritor italiano Federico
de Roberto, vendría a ser la hermana bastarda, ignorada, de la celebérrima El
gatopardo, de Guiseppe Tomasso de Lampedusa. Y es que los paralelismos entra
ellas son múltiples, empezando porque cubren la misma circunstancia y etapa
histórica: la aparatosa adaptación a la modernidad de una familia de la aristocracia
siciliana de tradición casi feudal a través del contexto de agitación política
y el parlamentarismo que trajo consigo la unificación italiana. La pregunta entonces
resulta casi obligada: ¿por qué una accedió al canon y la otra permaneció
sumida en el olvido?
Los Uzeda son una familia de ascendencia española, expresión
de la más alta nobleza ligada a la Casa de los Borbones en el Reino de las Dos
Sicilias cuyo núcleo venía conocido como “los virreyes”. La novela de De
Roberto se centra en tres generaciones de dicha familia que se suceden a lo
largo de la segunda mitad del siglo XIX. Su arranque es canónico: fallecimiento
de la princesa Teresa -la cabeza de familia-, funeral suntuoso y lectura del
testamento que crea disensión entre sus herederos. A través de sus intrigas nos
familiarizamos con la multitud de personajes que pueblan la novela: los siete
hijos, cuñados varios, personajes destacados de las familias políticas, los
tíos, así como ciertos miembros de la servidumbre, algunos de ellos hijos
bastardos del cabeza de familia fallecido con anterioridad.
Marcados por su tradición, por sus rígidos usos y
costumbres y el alto concepto que tienen de sí mismos, así como por la impronta
de la religión, tras la revolución que culminará en la unificación italiana
algunos de los Uzeda muestran un creciente interés por el desempeño de la
acción política lo que desata tensiones entre aquellos más apegados a la
tradición y los más pragmáticos. El poder, la codicia, la hipocresía y la
traición –hacia el otro y hacia uno mismo- impulsan a los miembros más
destacados de la familia pero entre su catálogo de pasiones hay lugar también
para el hedonismo, el capricho, el misticismo, el extrañamiento y la locura.
Los seres más vulnerables son a menudo las mujeres incorporadas a la familia a
través del matrimonio.
Las tres generaciones permiten a De Roberto
describir la evolución de un desmedido afán de poder: en el caso de la princesa
dirigido a controlar con mano de hierro la voluntad de sus hijos incluso una
vez ya fallecida; en el de su primogénito, Giacomo, a concentrar mediante el
engaño la riqueza repartida entre sus hermanos y, en lo posible, de los
parientes; y en el del hijo de éste, Consalvo, a obtener el favor popular valiéndose del cinismo y la falta de
escrúpulos para traducirlo en capital político, llevando hasta el extremo las
prácticas ya ensayadas con éxito por su tío. Mientras Giacomo logra
desautorizar a su madre sólo una vez ella ya ha desaparecido, su hijo le
desautoriza a él en vida.
La novela está escrita en tercera persona lo que
permite a De Roberto saltar de personaje en personaje y ahondar en cada uno de
ellos a través de la descripción minuciosa de sus motivaciones –la muy nutrida
y variada galería de caracteres constituye uno de los puntos fuertes de la
novela- en detrimento de las escenas basadas en diálogos, escasas en
comparación. Así, la narración se nos presenta más como un choque introspectivo
de personalidades. Su estructura simétrica: división en tres partes de similar
extensión, cada una de ellas compuesta de nueve capítulos, transmite orden,
precisión, lo que se agradece dada su extensión. La historia avanza a través de
la acumulación de pequeñas tramas que se entrelazan gracias a la interacción de
personajes de factura sólida, a la vez inflexibles y contradictorios.
Los virreyes culmina con una escena gráfica en la
que el joven y ufano príncipe miembro de la tercera generación, recién elegido
diputado al Parlamento, se justifica ante su tía moribunda, la más fiel adepta
al legado aristocrático y borbónico, no ya por su decidida implicación en la
acción política sino por su toma de partido por la opción progresista,
desdiciéndose de todo lo que poco antes ha proclamado en público: lo importante
es el poder, sea concedido por el rey o por el pueblo, a lo que ella, orgullosa
y siempre vociferante, ni siquiera puede replicar dado que ha perdido el habla.
Así, mientras El gatopardo incide en la adaptación a
regañadientes, lúcida pero resignada, por parte de la familia protagonista a
los nuevos tiempos, lo que la dota de cierta grandeza crepuscular, Los virreyes
apunta a una adaptación a la postre inevitable, conflictiva –sobre todo de
puertas adentro- y oportunista, en la que el poderoso demuestra la flexibilidad
necesaria para seguir prevaleciendo sobre el paciente y hasta entonces servil aspirante
burgués que gracias a su apoyo buscaba sucederle. Quizás la diferencia en el
enfoque se deba a que Lampedusa descendía de esa misma nobleza siciliana que
retrató con cierta condescendencia y poder evocador mientras que De Roberto no.
Para éste la grandeza de los Uzeda es sólo exterior, de puertas adentro reina
el cálculo más mezquino. El único progreso posible consiste en reconocerlo y adaptarse.
Esta reseña está también disponible en el número de noviembre de la revista digital agitadoras
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