Una
vieja historia es la primera novela publicada por Jonathan Littell
tras la controvertida Las benévolas, con la que el escritor nacido
en Nueva York, de ascendencia judía, afincado en Barcelona y criado
en Francia -escribe en francés y recientemente adoptó también esa
nacionalidad- obtuvo el prestigioso Premio Goncourt, además de un
notable éxito en ventas no exento de polémica por quienes vieron en
ella una exaltación de la perversión a través de la figura de un
nazi irredento. Al igual que aquella, su nueva obra destila violencia
pero también sexo en abundancia protagonizado por seres de distinto
género: hombres, mujeres y hermafroditas guiados por la necesidad de
satisfacer sus instintos más primarios, para quienes no parece haber
límites establecidos.
De
corte más experimental que su ópera prima, el grueso de la cual
transcurría en plena Segunda Guerra Mundial, los protagonistas de
Una vieja historia se desenvuelven preferentemente en espacios
cerrados en una narración concebida en forma de bucle, al modo de
actos espaciados por breves carreras a lo largo de un oscuro pasillo
en ligera curva, lo que sugiere una trayectoria en forma de
circunferencia, en cuyas paredes asoman los pomos que dan acceso a
los distintos escenarios en los que transcurre la acción. Los siete
capítulos que conforman la novela se nos ofrecen a su vez separados
por el acto de nadar en una piscina. Escenarios asépticos y
actividades repetitivas, saludables, que contrastan con aquellas que
se desarrollan al otro lado de las puertas.
Los
personajes son mayoritariamente seres que se hallan en la plenitud de
la vida, exceptuando el breve protagonismo de un niño, a menudo
inmersos en actos morbosos, sádicos o de dominación con otros
seres, en relaciones desprovistas de emociones, de empatía, de
moralidad. Como en una montaña rusa, el autor nos conduce de la
excitación al rechazo y a la repulsión en paisajes físicos y
humanos fríos, “hopperianos”, inquietantes, en el mejor de los
casos, a menudo en penumbra, cuando no amenazantes, siniestros, o de
pesadilla, punteados por ciertos elementos recurrentes que sirven
como referencia: comidas, cubrecamas, ropas, un coche, el defectuoso
sistema eléctrico del lugar en el que se desarrolla la acción y que
perjudica la vida doméstica de unos supuestos vecinos.
Así,
al otro lado de la puerta que el protagonista abre lo mismo se accede
a una localidad en guerra que a una orgía, a la relación con un
mafioso o a una cita sexual en la habitación de un hotel. Cada cruce
del umbral no sólo conlleva un cambio de escenario sino que el
narrador se desdobla en otro personaje. Todo ello entre zambullidas
en una piscina y carreras que al tiempo que sirven de respiro al
difuminar la violencia que se desata en los escenarios contribuyen a
reforzar la sensación de claustrofobia.
La
sucesión de fragmentos breves que conforman los capítulos de Una
vieja historia, los cuales rara vez ocupan más de cinco páginas,
nunca encajan con las escenas. Éstas concluyen y se reanudan con una
carrera la cual siempre coincide en medio de un fragmento, lo que
dificulta la tarea de acotarlas y anima el acto de proseguir la
lectura pese a que la estructura de la narración resulta rígida y
repetitiva. La prosa de Littell: descriptiva -apenas contiene
diálogos, los personajes actúan más que hablan y nunca se
cuestionan sus motivaciones-, precisa y muy rica en léxico,
constituye todo un reto para el traductor, Robert-Juan Cantavella. Se
aprecia algún que otro error de edición.
Por
el modo en que está concebida y narrada -en una primera persona que
transmite la impresión de que, pese a su variedad, todos los
protagonistas vienen a ser el mismo-, por su vocación enigmática y
hermetismo, por su sofisticada estructura, Una vieja historia invita
a una segunda lectura en busca de claves que iluminen las intenciones
del autor, más allá del despliegue de relaciones humanas
utilitarias, caprichosas, entre seres extraños, da igual que los
unan relaciones de sangre o que habiten en la misma casa, capaces de
interaccionar sólo a través del sexo y de la violencia. Seres que,
desprovistos del componente emocional, quedan reducidos al absurdo de
una humanidad deshumanizada. Aun así, la gama de escenas es lo
bastante amplia como para poder establecer pautas categóricas.
La
pulsión de Littell por lo escabroso, desde lo chocante y lo surreal
a lo repulsivo, por los escenarios devastados, no siempre formalmente
pero sí en el plano interno, remite a la de un Curzio Malaparte
desprovisto de su verborrea y aspavientos bufonescos, más abstracto.
Con la paradoja de que el absurdo que resulta del dominio del ser
humano por su componente más egocéntrico y utilitarista, unido al
contrapunto de la incapacidad e impotencia de quien aspira a lo
contrario -véase al respecto el fragmento del fotógrafo amateur en
una ciudad en guerra, posiblemente el más personal de la novela-,
nos es mostrado en el caso de Littell con laconismo y de un modo
cerebral, como si así justificara la “nueva versión” de esa
vieja historia que nos ofrece y a la que apunta el subtítulo del
libro.
Una
vieja historia: nueva versión
Jonathan
Littell
Galaxia
Gutenberg
2018
304
pags.
Traducción; Robert-Juan Cantavella
Traducción; Robert-Juan Cantavella
Esta reseña se puede leer también en el último número de la revista digital agitadoras
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