jueves, julio 14, 2022

Diarios (A ratos perdidos 1 y 2), Rafael Chirbes


De la edición de los Diarios (A ratos perdidos 1 y 2) de Rafael Chirbes (Anagrama, 2021) supe a través de la prensa, la cual se hacía eco de comentarios controvertidos sobre novelas de autores españoles vivos, aquellos que, por la razón que sea, el escritor valenciano fallecido en 2017 optó porque le sobrevivieran y llegaran al lector. Ni que decir tiene que el énfasis se puso así en la anécdota morbosa -también los hay dedicados a personajes del mundillo literario-, una pena que fuera de la faceta sensacionalista porque lo que es morbo no escasea en dichos diarios, en especial en su arranque, aunque sea de la variante más bien sórdida, la que corresponde a una relación sentimental de naturaleza destructiva con un obrero parisino, Francois, en los tiempos en que la homosexualidad en España aún constituía un tabú más allá del fulgor "histérico" de La Movida. 

Sin entrar en lo escabroso no escatima Chirbes detalles acerca de la naturaleza de una relación insatisfactoria, compulsiva, que, deseo o no del autor, establece el tono de la narración. La duda acerca de su intención emana del propio carácter de unos diarios en principio llamados a permanecer en el ámbito íntimo pese a que a medida que progresan, los años se suceden y, cabe pensar, el escritor adquiere un perfil público a raíz de la publicación de sus novelas, la tentación de darlos a conocer va tomando cuerpo, como a la postre sucedió. El método por él elegido es su publicación una vez fallecido y a tal fin eligió a la escritora Marta Sanz como albacea quien explica los pormenores del encargo en uno de los dos prólogos de que consta el volumen. El otro, escrito por Fernando Valls, se centra en la tradición de la escritura diarística.

Esa supuesta falta de pudor a la hora de describir su relaciones amorosas o comentar meros encuentros sexuales, de admitir sus limitaciones, entronca con el reconocimiento de sus carencias e inseguridades como escritor autodidacta que es: la ausencia de método, los vacíos recurrentes. Llama la atención la profundidad de aquel previo a la escritura de las dos novelas que le aportaron un mayor reconocimiento en el tramo final de su carrera: Crematorio y En la orilla. En esa incertidumbre queda Chirbes al concluir el volumen, lo que apunta a la posible publicación de otro que prosiga a partir de 2005.

Una extraña combinación de coherencia y de contradicciones recorre la obra en cuestión: el ensimismamiento tendente a la misantropía de Chirbes frente a su creciente perfil de personaje público, el éxito aparente aunque relativo frente a una sensación de torpeza, de caos interior, un poco en la estela de Borges o de Coetzee, escritores que admitieron su fracaso a la hora de buscar, o de encontrar, la felicidad. De todo ello emana una suerte de pugna por desarrollar su vocación y por mantener cierta integridad, aunque sea a contrapelo en el devenir de una sociedad cada vez más materialista y corrupta, lo que le provoca cierta amargura.

Y es que a diferencia de tantos intelectuales que en su juventud compartieron los ideales marxistas de Chirbes para con el tiempo modular sus posiciones o, en no pocos casos, volverlas del revés a fin de adecuarse a los tiempos y exprimir sus posibilidades, él se mantuvo firme en su compromiso ideológico. Un conflicto que recorre de principio a fin su novela Los viejos amigos, la más presente en el volumen que nos ocupa -llamativo el escaso protagonismo que sus novelas adquieren en sus diarios-. De ahí quizás una necesidad de sentirse reivindicado por partida doble: alcanzar el reconocimiento sin renegar de sus convicciones o, si se prefiere, sin traicionarse a sí mismo.

Más que en su propia obra, los diarios se centran en sus numerosas lecturas, las cuales comenta y en no pocas ocasiones desmenuza con el fervor del aspirante a escritor autodidacta, como si se tratara de compensar con fruición su formación académica: “De hecho, por culpa de Marx, me decidí a estudiar historia, que intuí que era lo que necesitaba, en vez de literatura, que era lo que me atraía”. No en vano, la perspectiva histórica enfocada en la España reciente alumbra el grueso de su obra. Una vez en la trastienda del escritor asistimos a sus muchas dudas y reflexiones en torno a la escritura, a la literatura, a su papel, su sentido: situar al lector en el mundo, ponerlo ante esas contradicciones que sólo a él compete enfrentar, concluye, o abrir la mirada a territorios que permanecen en penumbra, de modo que encender la luz se convierte en un gesto antipático o incluso peligroso.

A través de los Diarios nos acercamos a los lugares en que vivió o le marcaron: Madrid, París, el remoto pueblecito de la provincia de Valencia en que se afincó en su última etapa, además de una gira de promoción por Alemania o un viaje a Italia. Nos familiarizamos también con su mala salud y con la escasa atención que le dedica, con los encargos de la revista gastronómica para la que trabajó durante tantos años, con el trato con sus amistades del mundillo literario -fundamental el apoyo recibido de Carmen Martín Gaite-, o con su bagaje familiar.

Todo ello narrado en secuencias un tanto discontinuas, en las que prevalece cierta pesadumbre resultante de una constante pugna por parte del escritor, sea consigo mismo, sea con el entorno, aliviada con creces gracias a su perspicacia salpicada de apuntes humorísticos, envuelto en una permanente nube de humo de cigarrillos con el constante tintineo de hielos contra el cristal de un vaso, de toses y garganta reseca, como en un relato en blanco y negro,

Una lástima que la exigente edición del volumen se vea lastrada al no haber considerado sus responsables necesario traducir las numerosas citas en francés que jalonan el texto, una práctica bastante común en la edición española, no por habitual menos fastidiosa.




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