Tumbada
boca arriba, brazos extendidos hacia atrás, una rodilla alzada y el
bajo del “body” de seda fina color verde esmeralda recogido a la
altura de la ingle. Así la había imaginado mientras se lavaba los
dientes. Al enjuagarse con el colutorio bucal de uso semanal anticipó
su cabeza girada hacia él, la mirada provocadora, el gesto lascivo,
más efectivo por ese comedimiento con que lo insinuaba, que le
invitaba a preguntarse si ese detalle no sería una aportación de su
fantasía, el equivalente a una tarjeta de felicitación. !Ah, cómo
le excitaba rememorar lo inalcanzable que durante tanto tiempo le
había sido aquella mujer con la que ahora compartía su intimidad!
Claro que el abultamiento bien visible en la parte alta del pantalón
de su pijama le generó alguna duda dado su talante pudoroso. Ése
que ya nunca consiguió sacudirse desde que se le adhiriera por su
bagaje familiar, su remota educación en un entorno rígido y
conservador. Poco importa cuánto intentara convencerse de que podía
-o mejor dicho, debía- ser interpretado como algo precioso, una
ofrenda hacia ella. A nadie extrañará, por tanto, que al acceder a
la habitación y encontrársela sentada en la cama leyendo no lograra
ocultar su contrariedad.
-¿Aún
sigues leyendo? Venga, déjalo ya -dijo haciendo como que recolocaba
el reloj en su mesilla de noche, manteniéndose de pie con la
esperanza de que se apercibiera de su ofrenda evitándole así tener
que aludir a ella.
-Espera
que acabe este capítulo -respondió sin levantar la vista del libro.
Él
suspiró y se acomodó en la cama apoyando su espalda contra el
respaldo, imitando la postura de ella aunque sin cubrirse las
piernas. Dudó si alzar las rodillas y disimular así su
protuberancia pero aquel silencio enseguida se le hizo fastidioso y
optó entonces por tumbarse mirando al techo, colocando ambas manos
debajo de la cabeza.
-No
acabo de entender bien la atracción que él siente por ella
-reaccionó al fin. Se dirigió a él sin quitarse las gafas,
observándole con sus ojos oscuros por encima de las lentes, un gesto
que a él no le gustaba al acentuarle las arrugas de la frente-. Lo
que quiero decir es que no se explica muy bien la causa de su
fascinación. Es un detalle importante saber cuál es su encanto,
¿no? Para meterse realmente en la historia, para créersela. Me
parece a mí.
Respiró
profundo antes de contestar: -A lo mejor su encanto reside en que
resultaba inalcanzable para él. En tales casos es muy común
idealizar a la persona a la que no se puede acceder. Se le atribuyen
cualidades que no posee, que sólo existen en la imaginación de
quien se proyecta en ella.
-Ah,
pues si es así, a lo mejor el autor debería insinuarlo, ¿no?, para
que el lector no se quede con la duda -razonó ella sin quitarse las
gafas lo que le hizo temer que no hubiera dado por concluida la
lectura.
-No
te falta razón. El problema es que la historia está contada por el
vecino del protagonista, conocemos los hechos a través de él y,
claro, lo que yo te he dicho es una interpretación, y hacer las
interpretaciones es algo que no corresponde tanto al narrador como al
lector. El narrador se limita a describir los hechos y sus
consecuencias.
-Ya,
entiendo lo que dices, pero una obsesión así, tan fuerte-... desvió
la mirada hacia el enorme espejo que colgaba en la pared opuesta. Ese
al que no conseguía acostumbrarse, que parecía enmarcado por Juan
de Churriguera y que, tal y como en su día le explicara, había sido
un regalo de bodas en su segundo matrimonio-. Una se queda con la
duda de saber qué es lo que tiene esa mujer de excepcional.
-Ah,
no te voy a destripar la novela. Solo te digo que la clave está en
él más que en ella.
Ella
volvió a mirarle, intrigada.
-¿De
verdad piensas que el atractivo de una mujer, de una persona, está
más en lo que los demás ponen en ella que en lo que realmente
ofrece?- dijo por fin-. Porque a una mujer bella más que ponerle, lo
que los hombres buscan es quitarle la ropa, cuanto antes mejor, ¿o
no?
-¿No
estarás ahora pensando en ti?
-...No
solo en mí. Hay muchas muje
-Es
que tú eres excepcional -le interrumpió-, eso es lo que te
diferencia de Daisy Buchanan. Tú eres excepcional, ella no.
Escuchar
sus propias palabras le provocó una reacción estimulante. Contuvo a
duras penas el impulso de llevarse una mano por debajo de la cintura
a fin de tantear un escenario que anticipaba rotundo. Antes de
arrimarse a ella incorporó la cabeza lo justo, entre orgulloso y
temeroso por lo que allí iba a encontrarse.
-Qué
galante eres -dijo ella.
Le
parecía imposible que no se hubiera apercibido del signo visible de
su excitación, o en tal caso que no se diera por aludida. De hecho,
ya había retomado la palabra.
-Está
bien esta novela. Es un poco rara pero me está gustando. Desde
luego, ni comparación con la de Oneto -se quitó por fin las gafas
pero las sostuvo en la mano en lugar de depositarlas en la mesilla.
-Onetti,
Juan Carlos Onetti.
-Eso.
Que no digo que no fuera buena, ¿eh?, pero qué deprimente. ¿Quién
necesita deprimirse así?
-Ya
te expliqué que para ahondar en la condición humana hay que
explorar también su vertiente menos amable, más sombría.
-No
sé. Ya la vida te trae suficientes desgracias y tristezas como para
ponerte a buscarlas en las novelas. Es mi opinión, ¿eh?, ya sé que
hablo como simple aficionada pero es lo que pienso. ¿Le dieron
también el Nobel?
-No,
a él no.
-Ah,
entonces a lo mejor no es tan, tan bueno.
-A
ver, en el Nobel están todos los que son pero no son todos los que
están. No sé si me explico.
-Parece
un jeroglífico esto que me has dicho.
-Quiero
decir que todos a quienes otorgan el Nobel son muy, muy buenos. Pero
que también hay algunos que son igual de buenos y no lo obtuvieron.
-Ah,
pues menuda faena, ¿no?, para estos. Menos mal que a ti no te pasó.
Uf,
a este paso lo que se me va a pasar es el efecto, pensó él. Aun así
resistió la tentación de hacerle alguna indicación.
-!Lúgubre!
La palabra que le describe es lúgubre -dijo ella y se le iluminó el
rostro complacida al haber hallado la palabra exacta-. Sea como sea,
el caso es que este me va mucho más.
-Ya,
es más de tu estilo. Ya te dije.
-He
visto que escribió otra novela que se llama Hermosos y malditos. Me
gusta el título. Es sugerente. ¿No será triste, no?
-No,
no la calificaría como una novela triste, si acaso un poco
melancólica.
-La
melancolía es otra cosa, con ella sí puedo. En cierta dosis, claro
está. Sobre todo si va asociada a la hermosura.
-Para
belleza yo ya te tengo a ti. En verdad, pareces salida de una novela
de Scott Fitzgerald si es que hubiera alguna que acabara bien.
Se
incorporó por fin y sujetándose con un codo posó su mano izquierda
en el muslo de ella cubierto por la cubrecama de brocado.
-¿Y
esa mano? -preguntó ella entre extrañada y divertida.
Entonces
sí, él le advirtió con la mirada de lo que se cocinaba por la
parte media de su anatomía.
-¿Sabes?,
no me imaginaba que fueras tan fogoso.
Él
dudó entre darse por satisfecho con aquel comentario que halagaba su
vanidad o en aprovechar la circunstancia y forzar la situación.
-Es
que… he tomado
-Ay,
ay, ay, !no me digas que te has tomado un caramelito!
-Ajá
-dijo él y se sintió sorprendido como un chiquillo travieso.
-¿Esta
noche? Pero si mañana temprano tengo la prueba de vestuario para el
anuncio de Blutard.
-¿Mañana?,
¿pero no me habías dicho que era el jueves?
-No,
ya te avisé que la habían cambiado de día.
-Bueno,
aun así… ya sabes que es bueno para la piel.
-Pero,
cielo, mañana precisamente tengo que estar impoluta, radiante. No
puedo correr ningún riesgo. No es profesional.
-Venga,
cualquiera pensaría que vamos a
-Ahora
entiendo porque tienes ese aspecto un poco como sofocado. El
caramelito te colorea las mejillas, ya te lo he dicho alguna vez. ¿Y
cómo no me has avisado?, te hubiera dicho.
-Pretendía
dotar de espontaneidad a la situación, si no se me antoja todo un
poco mecánico, como si midiéramos cada movimiento.
-Ay,
cariño mío, hoy no puedo, de verdad. ¿Qué hora es ya? Las once y
diez. Es tarde. Sabes que si no duermo ocho horas luego lo acuso, aún
más al enfrentarme a las cámaras. Además, creo que se ha acabado
el lubricante. Tengo que mirar. Sin él no puedo, me escuece mucho.
No
dijo nada pero su mano se deslizó lo justo hasta abandonar el muslo
de ella.
-Vamos,
no te pongas triste -le dijo con voz maternal repasándole el
flequillo cano con los dedos de la mano. Te compensaré muy pronto.
Ya verás. Te lo prometo.
Él
volvió a tumbarse, esta vez con ambos brazos desplegados a la altura
del cuerpo pero sin decidirse a taparse con la cubrecama.
-Leo
otro capítulo y apago -dijo tras ponerse las gafas.
No
supo qué hacer. Sopesó el ir al baño a aliviarse pero se le antojó
absurdo teniéndola a ella allí, a medio metro escaso de él. Le
fastidiaba desperdiciar la pastilla, el haberse sometido de forma
innecesaria a sus potenciales efectos secundarios. Incapaz de decidir
no reaccionó hasta que el silencio se le hizo incómodo.
-¿Tienes
ahí la revista, no?
-Sí,
¿la quieres?
-Le
voy a echar un vistazo mientras acabas de leer.
-Claro,
toma. Enseguida acabo. Están ahora en la fiesta de Gatsby- le
anunció en tono cómplice-. El autor este sabe meterte en la
historia, ¿eh?
Él
se sintió como aguijoneado por el comentario. Sí, tenía que
admitir que por alguna razón le incomodaba un poco el que le
estuviera gustado tanto. No sólo por las imprevistas consecuencias
para él aquella noche. Había algo más. Para su sorpresa, tuvo que
reconocer que sentía un poco de celos hacia Scott Fitzgerald. ¿Era
posible sentir celos por un escritor muerto?
Le
costaba volcar su atención en la revista. Pasó las páginas,
deteniéndose brevemente en las que salía alguien a quien le habían
presentado, gente en su mayoría a la que había conocido
recientemente a través de ella. Así, llegó por fin al reportaje
que le interesaba. Lo observó con detenimiento pese a que lo tenía
bien aprendido.
-¿No
les dijimos que esta foto no la pusieran? -le preguntó por fin.
Ella
tardó un instante en reaccionar.
-¿Qué
le pasa? -se interesó pese a que cierto matiz en su tono delataba
que no le había hecho gracia el tener que volver a interrumpir su
lectura.
-Esta
foto -dijo posando en ella el dedo índice-. Les dijimos que no la
pusieran. Estoy seguro de que era esta.
-¿Qué
le pasa a la foto?
-Tú
sales muy bien pero no sé, ¿no crees que se me aprecia un poco la
papada? Yo no la tengo así. Es por el gesto.
-Vamos,
no es para tanto -dijo ella con una inflexión en su voz que alguien
podría pensar que se dirigía a un niño, al menos eso le pareció a
él-. A menudo uno ve cosas en sí mismo que los demás no aprecian.
Forman más parte de tu imaginación que de la realidad. No se te ve
tan mal como piensas.
-Pero
compárala con esta otra. Mira…
Ella
suspiró y volcó su atención en las imágenes.
-Estoy
seguro de que esta la tachamos y sin embargo la han incluido.
-Bueno,
no es para tanto, de verdad. Se les habrá pasado.
-No,
no me gusta cómo he salido. Me hace más gordo. Yo no soy así. Se
lo tenemos que decir.
-Ay,
de verdad, no sabía que eras tan presumido. Pasa a menudo en las
fotos en las que salen varias personas, más aún en un cocktail de
este nivel. Fíjate en los que salen únicamente en esa foto. Alguno
de ellos habrá presionado para que la incluyan. Por lo general suele
ser la personalidad más influyente. Apostaría a que ha sido
Federico. Pero si quieres, se lo decimos, claro que sí. Estás en tu
derecho.
Ella
volvió a la lectura y él se quedó contemplando la foto. La verdad
es que ella había salido radiante. Parecía tener veinte años
menos. No tenía ni idea de cómo lo conseguía. ¿Se la retocarían,
la imagen? La observó con disimulo. Absorta en la lectura, ella no
pareció darse cuenta. Sí, la de la foto parecía una réplica, como
si fuera una hija suya pero con rasgos idénticos a la de ella. Era
asombroso. Una leve flatulencia le sacó de su ensimismamiento. Ya
había notado en la cena que la salsa de las mollejas estaba un
poquito fuerte. ¿Le habrían echado pimiento? Al incorporarse para
ir al baño decidió llevarse la revista con él. Nunca había hecho
algo así. Y, por supuesto, ni se le hubiera ocurrido tampoco esta
vez en caso de no estar ella absorta por completo en la lectura. Se
dirigió al baño con el mayor sigilo de que fue capaz y cerró la
puerta con cuidado. Tras sentarse en la taza del váter depositó la
revista en el suelo. No podía apartar la vista de la dichosa foto.
La expresión jovial de ella, el gesto satisfecho con el que miraba a
la cámara, la elegancia natural con la que sujetaba la copa, el
brillo de sus ojos, sus hombros gráciles… el efecto del caramelito
que hacía un rato amagara con la extinción rebrotó con un brío
tan inusitado que, apabullado, no tuvo la menor opción de resistir
la tentación de constatarlo con su mano una vez ésta adquirió vida
propia.