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Naufragios y salto de altura
sábado, junio 03, 2023
El turismo incipiente en la obra de Juan Goytisolo
Ofrece gran interés la obra de Juan Goytisolo en su aproximación a ese fenómeno hoy de alcance global y, al mismo tiempo, piedra angular de nuestro modelo de desarrollo social y económico, como es el turismo. En Para vivir aquí (1960), La isla (1961) y Fin de fiesta (1962), etapa que sirve de puente entre el realismo social de sus inicios y la fase más experimental con que a la postre ha quedado asociado, el autor barcelonés reflexiona sobre la llegada de los primeros urbanitas pertenecientes a los sectores acomodados de la sociedad franquista a localidades y parajes costeros del sur de España. Escenarios cuyas condiciones de vida han permanecido casi inalterables a lo largo del tiempo. ¿Quién no se ha preguntado al bañarse en alguna playa abarrotada el aspecto que tendría su entorno antes de sucumbir a las demandas del capital?, ¿quién no se ha proyectado disfrutando de alguno de esos parajes cuando aún permanecían vírgenes como si semejante privilegio bastara para poner la felicidad al alcance de la mano? Evocaciones inevitables al gozar de perspectiva y ser conscientes del destrozo al que han sido sometidos. De ahí el interés de la obra de Goytisolo, al centrarse en las evoluciones de aquellos visitantes privilegiados descritas en el tiempo en que se producían. El resultado no puede ser más desalentador, al revelarnos que aquellos privilegiados que estuvieron en condiciones de anticiparse al turismo masivo tampoco supieron abandonarse y disfrutar de aquellos entornos como merecían, más pendientes de las rencillas y envidias entre ellos, de sus miserias y mezquindades, como si constituyeran el germen del virus que acabaría por arrasar, tanto moral como físicamente, el supuesto paraíso.
La primera impresión de los urbanitas no tarda en ser puesta a prueba al interesarse por las costumbres del lugar. -¿Dónde se meten las mujeres? En la calle no se ve ninguna -se interesa Dolores. -En sus casas -responde el joven-. La que sale fuera es mal vista -añade. -¿Y las solteras? -insiste ella. -Casadas o solteras. Es lo mismo -concluye él, dejando claro que el contraste en el estilo de vida entonces entre la ciudad y el pueblo es muy marcado, por no decir insalvable. A este respecto llama la atención que la pareja de visitantes se afana en buscar en las playas lugares recónditos donde tomar el sol desnudos, renunciando a ello al ser sorprendidos por algún lugareño. El joven les explica también que el pueblo fue rico durante una época, que llegó a tener mucha industria, pero que entonces los jóvenes que podían se marchaban a Barcelona, a Francia o a América huyendo del paro o de salarios de miseria.
Al quedarse sola, la pareja debate sobre las ventajas e inconvenientes del campo con respecto a la ciudad y convienen que a la larga uno y otro debían resultar embrutecedores por igual, impresión que se afianza con el transcurso de las jornadas: “Estábamos en el pueblo como entre los muros de una cárcel… La cola de las mujeres con las aguadoras, los madrileños avarientos, los pescadores interesados por las piernas de Dolores -el decorado se repetía todos los días”. Los esbozos neorrealistas en la descripción de la vida en el pueblo y de sus habitantes no tarda en ceder paso a una visión áspera, desmitificadora. Deciden entonces marcharse del pueblo para ir de un sitio a otro, sin quedarse en ninguno, pero tampoco esto les satisface: “Varias veces, al llegar por la noche a un pueblo, juramos acabar nuestra vida en él y, al día siguiente, lo abandonamos, expulsados por el hastío, el calor, la mala comida… Los lugares en que deseábamos vivir… eran perfectamente sustituibles y, pasado el primer momento de entusiasmo, nos fatigaban enseguida”.
-Comienzo a estar harta de todo esto -reconoce por fin Dolores-. La gente primitiva me aburre -añade, y su pareja, narrador a su vez de la historia, no puede por menos que darle la razón: -Sí, a la larga resulta fastidiosa -concluye. En un giro inesperado, no obstante, éste revela un rasgo de humanidad al reconocer que las carencias evidentes no están sólo en los lugareños: “Nuestro interés por la gente era meramente superficial y ocultaba, debajo, una crueldad e indiferencia profundas”, admite. La actitud característica de quien, por bienintencionado que sea, se acerca a un lugar contemplando únicamente las opciones para su disfrute personal; la actitud propia del turista, cabría decir. Eso sí, la pareja protagonista jamás alcanzaría a adivinar, mucho menos a entrever, que el germen del turismo, una vez arrasada la costa, con el paso de las décadas acabaría por cebarse con idéntico ímpetu también con muchas de las ciudades de las que provenían, y a las que antes o después acababan por regresar, dejando a sus descendientes sin escapatoria.