Ofrece gran interés la obra de Juan Goytisolo en su aproximación a ese fenómeno hoy de alcance global y, al mismo tiempo, piedra angular de nuestro modelo de desarrollo social y económico, como es el turismo. En Para vivir aquí (1960), La isla (1961) y Fin de fiesta (1962), etapa que sirve de puente entre el realismo social de sus inicios y la fase más experimental con que a la postre ha quedado asociado, el autor barcelonés reflexiona sobre la llegada de los primeros urbanitas pertenecientes a los sectores acomodados de la sociedad franquista a localidades y parajes costeros del sur de España. Escenarios cuyas condiciones de vida han permanecido casi inalterables a lo largo del tiempo. ¿Quién no se ha preguntado al bañarse en alguna playa abarrotada el aspecto que tendría su entorno antes de sucumbir a las demandas del capital?, ¿quién no se ha proyectado disfrutando de alguno de esos parajes cuando aún permanecían vírgenes como si semejante privilegio bastara para poner la felicidad al alcance de la mano? Evocaciones inevitables al gozar de perspectiva y ser conscientes del destrozo al que han sido sometidos. De ahí el interés de la obra de Goytisolo, al centrarse en las evoluciones de aquellos visitantes privilegiados descritas en el tiempo en que se producían. El resultado no puede ser más desalentador, al revelarnos que aquellos privilegiados que estuvieron en condiciones de anticiparse al turismo masivo tampoco supieron abandonarse y disfrutar de aquellos entornos como merecían, más pendientes de las rencillas y envidias entre ellos, de sus miserias y mezquindades, como si constituyeran el germen del virus que acabaría por arrasar, tanto moral como físicamente, el supuesto paraíso.
La primera impresión de los urbanitas no tarda en ser puesta a prueba al interesarse por las costumbres del lugar. -¿Dónde se meten las mujeres? En la calle no se ve ninguna -se interesa Dolores. -En sus casas -responde el joven-. La que sale fuera es mal vista -añade. -¿Y las solteras? -insiste ella. -Casadas o solteras. Es lo mismo -concluye él, dejando claro que el contraste en el estilo de vida entonces entre la ciudad y el pueblo es muy marcado, por no decir insalvable. A este respecto llama la atención que la pareja de visitantes se afana en buscar en las playas lugares recónditos donde tomar el sol desnudos, renunciando a ello al ser sorprendidos por algún lugareño. El joven les explica también que el pueblo fue rico durante una época, que llegó a tener mucha industria, pero que entonces los jóvenes que podían se marchaban a Barcelona, a Francia o a América huyendo del paro o de salarios de miseria.
Al quedarse sola, la pareja debate sobre las ventajas e inconvenientes del campo con respecto a la ciudad y convienen que a la larga uno y otro debían resultar embrutecedores por igual, impresión que se afianza con el transcurso de las jornadas: “Estábamos en el pueblo como entre los muros de una cárcel… La cola de las mujeres con las aguadoras, los madrileños avarientos, los pescadores interesados por las piernas de Dolores -el decorado se repetía todos los días”. Los esbozos neorrealistas en la descripción de la vida en el pueblo y de sus habitantes no tarda en ceder paso a una visión áspera, desmitificadora. Deciden entonces marcharse del pueblo para ir de un sitio a otro, sin quedarse en ninguno, pero tampoco esto les satisface: “Varias veces, al llegar por la noche a un pueblo, juramos acabar nuestra vida en él y, al día siguiente, lo abandonamos, expulsados por el hastío, el calor, la mala comida… Los lugares en que deseábamos vivir… eran perfectamente sustituibles y, pasado el primer momento de entusiasmo, nos fatigaban enseguida”.
-Comienzo a estar harta de todo esto -reconoce por fin Dolores-. La gente primitiva me aburre -añade, y su pareja, narrador a su vez de la historia, no puede por menos que darle la razón: -Sí, a la larga resulta fastidiosa -concluye. En un giro inesperado, no obstante, éste revela un rasgo de humanidad al reconocer que las carencias evidentes no están sólo en los lugareños: “Nuestro interés por la gente era meramente superficial y ocultaba, debajo, una crueldad e indiferencia profundas”, admite. La actitud característica de quien, por bienintencionado que sea, se acerca a un lugar contemplando únicamente las opciones para su disfrute personal; la actitud propia del turista, cabría decir. Eso sí, la pareja protagonista jamás alcanzaría a adivinar, mucho menos a entrever, que el germen del turismo, una vez arrasada la costa, con el paso de las décadas acabaría por cebarse con idéntico ímpetu también con muchas de las ciudades de las que provenían, y a las que antes o después acababan por regresar, dejando a sus descendientes sin escapatoria.
2 comentarios:
Me ha encantado su artículo, especialmente ese giro final a modo de bumerán al respecto de los hijos de los protagonistas. Curioso monstruo este del turismo, pocos fenómenos tan complejos, donde los efectos positivos y negativos se entrecruzan sin solución de continuidad. En cuanto a Goytisolo, a pesar del impacto que me produjo la lectura de "Señas de identidad", siempre tendí a seguirlo más por su actividad periodística de intelectual irreductible que no por la novelística. Habrá que ir subsanando eso. Un cordial saludo.
El problema para mí con Goytisolo es que su etapa experimental progresó de forma muy acelerada. Señas de identidad contiene el equilibrio perfecto para mí pero sus dos obras posteriores: Reivindicación del conde don Julián y Juan sin tierra, son de difícil lectura. Si acaso, me permito recomendarle su autobiografía en dos entregas: Coto vedado y En los reinos de Taifa.
En cuanto a la pareja de turistas del relato El viaje, vivían en Barcelona. Me los imagino regresando a su ciudad, más turistizada aún que el pueblo de la costa. En Madrid es parecido, camino por sus calles céntricas y me siento como en un Benidorm sin playa. Cada vez me produce mayor rechazo.
Un saludo cordial.
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