Nada más acabar de cenar, una vez recogida la mesa, fregados los platos, se sentó de nuevo en la silla, en la cocina, y encendió el primer cigarrillo del día –el segundo y último se lo reservaba para el instante antes de meterse en la cama-. Al tiempo que aspiraba el humo, como si se tratara de alguna sustancia adherida a la nicotina, al modo de una aparición que irrumpe en el silencio profundo de la noche, le sobrevino la sensación, no por familiar menos efectiva. Sin proponérselo, en su mente tomó cuerpo la imagen, apenas definida, de su madre, más bien la extrañeza de saberla ya casi una anciana, cuando no hacía tanto tiempo era una persona perfectamente capaz, incluso joven. La transformación había sido tan brusca, tan veloz, que apenas le había dejado margen para hacerse a la idea, o acaso era culpa suya por haber estado pensando en otras cosas. Llegaría el día en que moriría, en el que las llamadas por teléfono sonarían inquietantes anticipando no sabía muy bien qué noticias. Y lo que había sucedido a su madre, le aguardaba también a él, aunque a veces se le antojara inverosímil, aunque optara por mirar hacia otro lado. Bastaría un lapso de tiempo equivalente al que separaba a ambas versiones de su madre: la joven y la anciana, que en su memoria podía abarcar sin dificultad. Constatarlo le hizo sentirse frágil, vulnerable, mientras encadenaba las caladas al cigarrillo. Era como si el dolor se le administrara cada noche en pequeñas dosis a fin de hacérsele soportable. Ante algo así no había respuestas, bastaba con constatar, aunque fuera sólo por un instante, lo inevitable. Sólo al tiempo que apagaba el cigarrillo en el cenicero logró, una noche más, pasar página. Sabedor de que al día siguiente la escena se repetiría, variando quizás los matices, se sintió con fuerzas para levantarse de la silla y aproximarse hasta el sofá en el que aguardaba su amada.
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