Desde hace un tiempo asisto con perplejidad a un fenómeno que me incumbe muy directamente pero respecto al cual no poseo la más mínima capacidad de actuación. Me refiero a la popularidad que con el paso del tiempo ha ido experimentando mi nombre propio. Me costó un poco tomar conciencia del hecho si bien desde hace ya algún tiempo me sorprendía a mí mismo girándome cada vez con mayor frecuencia al escucharlo pronunciado en voz alta en los espacios públicos, algo que durante la mayor parte de mi vida había constituido un hecho excepcional que me llamaba siempre la atención por su carácter novedoso e inesperado. Probablemente fue esto lo que me llevó a prestar mayor atención y a constatar que mi nombre aparecía con bastante frecuencia adscrito, por ejemplo, a jóvenes futbolistas, a artistas en ciernes e incluso a algún que otro personaje de ficción en series de televisión; todos ellos miembros de generaciones posteriores a la mía. He de admitir que comprobar como mi nombre perdía progresivamente un plus de exclusividad para verlo asociado a una gama cada vez más amplia de individuos no me hizo demasiada gracia. Durante un tiempo llegué a estudiar la posibilidad de convocar reuniones provinciales con mis tocayos en edad madura para analizar el fenómeno y estudiar posibles medidas a fin de frenar el proceso. Ya sé que por ello se me puede acusar de egoísta, de posesivo e incluso de elitista reaccionario, pero al mismo tiempo no puedo evitar preguntarme cómo reaccionarían otras personas en caso de verse en mi situación. Lo peor es que el fenómeno no sólo no parece tener ya marcha atrás sino que va a más como tengo oportunidad de constatar cada vez que me hallo en las proximidades de algún parque infantil. Así es que no me extrañó en absoluto cuando a través de un artículo en un periódico constaté que mi nombre se halla en la actualidad incluido en el ranking de los diez más populares a la hora de registrar a los niños recién nacidos. Creo que poco a poco lo he ido aceptando, al tiempo que trato de convencerme de que a fin de cuentas la originalidad es una cualidad claramente sobrevalorada. ¡Ah! Casi se me olvidaba: me llamo Sergio.
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