No es ningún secreto que Estados Unidos es un mercado refractario a los productos culturales que llegan de terceros países. La curiosidad de los norteamericanos por lo que se cuece más allá de sus fronteras está limitada a sus élites e impera en sus ciudadanos la impresión de vivir en el mejor país del mundo, da igual que la inmensa mayoría nunca se haya aventurado más allá de sus fronteras. En realidad, dicha percepción viene alimentada por sus medios de comunicación y por una visión que de tan asentada y extendida se retroalimenta por su propio inercia. Cualquier grupo de música sabe lo complicado que resulta conquistar el mercado americano, más allá de ciertos círculos ilustrados en las grandes ciudades, y lo mismo sucede con cineastas, artistas plásticos o escritores.
Pensaba ayer en ello cuando viendo el telediario de la televisión pública me encontré con la noticia de la visita a nuestro país de cierto escritor norteamericano con motivo de la publicación de su última novela. O sea que por si no fuera poco vamos nosotros y les facilitamos el trabajo de colonización cultural. No digo que la visita de dicho escritor para hablar de su último libro no fuera un acontecimiento relevante en un programa especializado, pero ¿en el telediario de máxima audiencia? ¿Estamos tontos, o qué? ¿Por qué en lugar de poner la alfombra roja no preguntan a cualquiera de nuestros primeros espadas literarios acerca de las innumerables trabas que se encuentran para acceder a los lectores norteamericanos?
Y lo mismo se podría decir del cine. Estamos acostumbrados a que en los telediarios se publiciten los estrenos de la semana que a menudo consisten en películas salidas de la factoría de Hollywood. Por su parte, en los Estados Unidos no existe el doblaje de películas. Quien quiere ver una película extranjera -que dado el ombliguismo de su sociedad, no son muchos- ha de enfrentarse a los temidos subtítulos y, por supuesto, en ningún caso reciben publicidad gratuita de las grandes cadenas de televisión.
En definitiva, mientras nosotros nos empeñamos en abrirles todas las puertas ellos las mantienen cerradas a cal y canto, tanto las físicas como las mentales. Claro que luego nuestros economistas se lamentan de que no hay manera de corregir el déficit exterior español. Nuestras exportaciones menguan en comparación a nuestras importaciones lo que se traduce en deuda y en pobreza. Lo insólito es que el déficit no sea aún mayor dado el empeño que ponemos en ello.
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