El país, cuyo modelo de crecimiento se articuló -diría que al menos desde el gobierno de Aznar y hasta antes de ayer- en torno al turismo y la construcción, un modelo de muy baja cualificación profesional, no es capaz de absorber, de asimilar los excedentes de talento que genera y en los que tanto dinero ha invertido. Un modelo que importa ingentes cantidades de mano de obra barata, sin cualificación -de ahí la oleada de inmigrantes de la última década- pero que apenas da cabida al trabajador bien preparado. Dicho talento se emplea en ocupaciones que no rentabilizan su preparación -el economista que trabaja en la ventanilla del banco, el doctor en Filosofía que sirve copas- o emigra, de modo que son terceros países los que se aprovechan y se benefician de la inversión al tiempo que revelan el empobrecimiento de la sociedad española.
Las dificultades para acceder a la vivienda por causa de la burbuja inmobiliaria (escalada de precios que triplica o cuatriplica -y me quedo corto- el ascenso en el mismo perido de los sueldos), unido a la precariedad, las hipotecas de larguísima duración, la obligación de trabajar muchos más años a fin de obtener el mismo bien -precisamente cuando el aumento del parque de viviendas no parecía tener fin-, ejemplifica la grandísima trampa de la economía española. Por un lado, los propietarios de los pisos se sentían cada vez más ricos -¿de otro modo quién iba a votar a los partidos políticos que propugnaban semejante estado de cosas?-, aunque fuera una riqueza ficticia. A cambio se hipotecaba el futuro de los jóvenes dada la enorme dificultad con que se enfrentaban a la hora de emanciparse, que a su vez se refleja en el descenso de la natalidad, lo que conspira contra el futuro del país al poner en peligro el futuro de las pensiones y la propia viabilidad de un modelo de crecimiento insostenible. Otro efecto ha sido la asombrosa destrucción del litoral y de los paisajes privilegiados españoles, laminados por el cemento y sin apenas protestas por parte de la población.
La dimensión cultural de la debacle se podría resumir en: precariedad, corrupción rampante (el beneficio de unos pocos, aunque al precio de tener que repartir migajas a sectores más amplios, impera sobre el interés general), picaresca, dinero fácil, ausencia de valores, de una conciencia de destino compartido, ausencia de debates de fondo en favor del personalismo (tan pronto una posición o una medida es asociada a un determinado político rompen fuego las baterías de la artillería pesada), de las consignas y las descalificaciones, negligencia acerca de la preservación del bien común (destertización, dilapidación de recursos, destrucción de paisajes), impunidad.
Haría también hincapié en la ausencia de valores humanistas en nuestra sociedad, arrollados por el tecnicismo, por la productividad, por el: ¿"para qué sirve?". Se da la paradoja que contamos con capas de la población muy bien educadas (masters, cursos, doctorados, idiomas) pero completamente orientadas hacia la productividad. ¿El resultado? Que en España vale todo, no hay principios ni se respeta nada, no existe la auto-contención, no hay perspectiva de las cosas y, sobre todo, no se piensa, escasea el debate profundo, de base, se da la razón al que más grita y el interés personal arrolla a cualquier noción sobre el bien colectivo. En una palabra: extravío, la de España es una sociedad extraviada. A lo mejor habría que pararse y reflexionar. Volver a lo básico, empezar desde cero. Y es ahí donde nos encontramos con el humanismo. No conviene olvidar que el despegue occidental se produjo en el Renacimiento al mirar hacia atrás y recuperar valores propios de la cultura greco-latina tras el oscurantismo medieval. Claro que el patio está ya tan emponzoñado que es muy posible que ni aun así.
Alain Tourane, en su muy interesante artículo "La crisis dentro de la crisis", publicado hoy en El País señala tres vías de esperanza: la ecología política y el equilibrio entre naturaleza y cultura como antídoto contra el suicidio colectivo, el mundo feminista (que valores femeninos impregnen cada vez más la conciencia mundial) y el respeto a las minorías (esta última no parece muy en boga a raíz de las expulsiones de gitanos, con la crisis arrecia el populismo y la xenofobia, pero quién sabe).
Personalmente, cada vez me inclino más en favor de lo que Tourane denomina la ecología política. Entiendo que ya es una cuestión de mera superviviencia. También favorezco que más y más mujeres acaparen puestos de responsabilidad. El actual es un fracaso del hombre. Si lo pienso, lo que parece emerger en mi conciencia es la figura de la Madre Tierra.
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