Me acerqué ayer a la Feria del Libro de Madrid a escuchar al escritor Erri de Luca. La sala no era muy grande –habría unas cien sillas- y mucha gente asistió a la charla de pie. Aunque habló en italiano y había pocos auriculares para seguir la traducción simultánea nadie se movió durante la hora en que habló. ¿De qué?:
de Napoles, cómo no, del recuerdo de su infancia en dicha ciudad, de la transmisión por parte de su madre de los bombardeos sufridos durante la Segunda Guerra Mundial, de su niñez transcurrida en una estancia forrada de libros de su padre –la más tranquila de la casa en una ciudad insomne, construida con una clase de piedra que aislaba mal del ruido-, de sus veraneos en una isla de la bahía de Nápoles, en los que se hacía patente la descompensación entre su cabeza, desarrollada a base de lecturas, y su cuerpo, por el contrario, frágil y menudo;
del siglo XX como el siglo de la guerra –la suya fue la primera generación europea que no tuvo que luchar en el frente-, de la población civil como la gran damnificada de los bombardeos aéreos a las ciudades –el más grande acto de terrorismo-, soportados en mayor medida por las mujeres –su propia madre jamás superaría el terror del ulular de sirenas previo al bombardeo inminente-, de su participación, décadas más tarde, como camionero en la asistencia a la población civil de Belgrado bombardeada por aviones de la OTAN, de su llegada en completa oscuridad tras la destrucción de las centrales eléctricas a una ciudad cuya energía dependía enteramente de la electricidad –hasta para calentar un vaso de leche- dado que carecía de gas, de la necesidad que sintió de implicarse allí donde la población civil sufría por efecto de las bombas como un acto ineludible, no político, como si le hubiera venido transmitido desde el vientre materno;
de que escribía sobre aquello que conocía, sobre sí mismo y sobre personas que había tratado, de que escribir –y leer- le permitía no sentirse solo y que al no contar con descendencia ni familiares con él acabaría un cauce de experiencia;
de su expresión como escritor a través de libros finitos, breves, como algo aprendido durante su etapa de trabajador en las canteras, cuando cambiaba de alojamiento con frecuencia y entendió la necesidad de marcharse un poco antes de tiempo dejando así un buen sabor de boca en lugar de convertirse en una carga para su anfitrión;
de su labor como traductor autodidacto del hebreo al italiano y de la dificultad de adaptar con rigor un texto como la Biblia escrito en una lengua que entonces contaba apenas con cinco mil vocablos a otra que dispone de decenas de miles;
de la poesía cuya escritura nunca le dejaba satisfecho porque en prosa trabaja las frases hasta tener la sensación de que ya no es posible mejorarlas mientras que con la poesía le ocurre lo contrario, su sensación es que siempre se pueden mejorar pese a que él no alcanza a averiguar cómo hacerlo;
de que la poesía llega donde no lo hacen otras formas de expresión y puso como ejemplo a la poeta Ana Ajmatova cuando iba a visitar a su hijo en la cárcel y las autoridades tenían a los familiares aguardando durante horas a la intemperie en el frío Leningrado sin tener la certeza de si al final recibirían el permiso, una mujer que aguardaba a su lado al saber que ella era poeta le preguntó: ¿puede usted expresar todo esto que nos pasa? Y ella le contestó: sí, puedo;
del mar como una vía de exploración y de encuentro gracias sobre todo a la madera que permitió construir barcos y cuya pasta de celulosa permitió a su vez hacer libros –otra forma de exploración y de encuentro-, y de las montañas como confines que dividen y aíslan a los pueblos; de los montañeros, por tanto, como seres que desafían esos límites naturales;
del impulso que le llevó a escribir su última novela –Los peces no cierran los ojos- y a tal fin contó una anécdota de un niño judío que al viajar en tren fue objeto de burla por otros viajeros quienes al llegar al destino le pidieron perdón por haberse portado mal con él y, en efecto, el niño les perdonó advirtiéndoles eso sí que el perdón no lo podían obtener de él sino solo de aquel niño del que se burlaban y que él ya había dejado de ser.