Gracias al halo mítico que la envuelve transcurrido casi un siglo desde su creación, Ulises, la obra de James Joyce, equivaldría para el lector de novelas a una prueba de madurez, algo parecido a lo que para un marino supone cruzar el Cabo de Hornos. Y es que en ella el escritor irlandés estiró como un chicle las posibilidades de la novela como transmisora de la experiencia humana, al modo de un ejército formado por un solo hombre que se hubiera propuesto ampliar el campo de batalla literario conquistando para la literatura toda una gama de posibilidades hasta entonces insospechadas. Habrá también quien encuentre desmesuradas semejantes alabanzas pero no en vano nos hemos referido ya a Ulises en su calidad de mito.
La paradoja es que se trata de una novela edificada sobra la cotidianidad, que carece de trama más allá del transcurrir de un día con sus 24 horas en la vida de un ciudadano normal y corriente. Lo que a su vez tiene un efecto desmitificador acerca de la condición humana, no en vano Joyce presenta el componente animal de las personas siempre a flor de piel y se detiene en esas pequeñas cosas que conforman la materia que aporta sentido a la existencia, dando lugar a una especie de épica de lo trivial en la que sin embargo se exhibe con naturalidad lo que un ser humano cualquiera opta por mantener oculto. Ello otorga a Ulises un componente irreverente y transgresor que no se ha disuelto por completo pese al paso del tiempo.
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