Fosa común, la cuarta novela de Javier Pastor (Random House
Mondadori, 2016), transita por escenarios de la historia reciente de España,
ese relato nunca asentado. Partiendo del recuerdo personal –un acto nunca
inocente en un país desmemoriado por vocación- atenta contra la historia
oficial a través de un suceso que conjuga la muerte y el anonimato sugeridos en
el título. Su mérito reside en hacerlo de forma no premeditada, al menos en
apariencia, a diferencia de tantos otros discursos que no esconden su intención
de arremeter contra ella, a menudo de forma frontal, lo que a la postre les
resta credibilidad y eficacia. Es en el método elegido por Pastor y en la forma
de llevarlo a cabo dónde reside el valor de su novela.
Fosa común consta de tres partes. En la primera, narrada en
tercera persona en bloques descriptivos que incluyen breves pero efectivos diálogos,
asistimos a los estertores del
franquismo y a la Transición a través de la experiencia de un niño –conocido
por su apellido: Arzain-, hijo de militar, que estudia en un colegio regentado
por curas en una ciudad de provincias sin determinar. El autor recrea en
detalle y con acierto el lenguaje, el argot empleado por los niños de entonces,
para mostrarnos el entorno privilegiado en el que crece Arzain tutelado con
firmeza, eso sí, por representantes de esas dos castas que sirvieron de bastión
al régimen. Los temas tratados son los lógicos en un protagonista de esas
características: la camaradería, las relaciones en el colegio con compañeros y
profesores, la familia, la explosión hormonal y los consiguientes ligoteos.
Destaca la multitud de referencias empleadas por Pastor sobre la indumentaria,
la cultura popular, los objetos-fetiche, los juegos, usos y costumbres de la
época, que facilitan la identificación con la narración a quien la haya vivido.
Esta parte concluye con el traslado de la familia del protagonista a Madrid y
coincide con un hecho trágico que sirve como metáfora, un tanto tópica, quizás excesiva,
del fin de la inocencia.
En la segunda parte, un Arzain ya maduro echa la vista atrás
y revive la época de su infancia con la distancia y el cinismo propios del
adulto a través de una narración en segunda persona alternada con diálogos con
compañeros de entonces con los que coincide durante sus visitas a una ciudad
que se hace reconocible: Burgos. Se vislumbra que en Madrid el protagonista dejó
atrás el pijerío nacional-católico al que parecía abocado para participar en
los excesos propios de la juventud urbana en la Transición y se adivina una
evolución ideológica al haberse emparejado con una mujer huida de Argentina tras
el golpe militar con la que tuvo dos hijas. Fallecida su mujer de forma
prematura, el protagonista siente el impulso de recuperar sus raíces. A esta
parte corresponde una visión desmitificadora propia de la madurez pero se
resiente un poco ante lo nebuloso de la experiencia madrileña de Arzain.
La tercera y última parte, narrada en primera persona en
forma de diario desde el momento actual, contiene las pesquisas del
protagonista dirigidas a conocer y desentrañar el trágico suceso vivido por una
familia de la que formaba parte una amiga de su infancia. Un oscuro hecho que
sirve para ilustrar la época en que ocurrió: apenas unas semanas antes de la
muerte de Franco y con el eco aún vivo de las cinco condenas a muerte
promulgadas por el régimen, como si éste agonizara en medio de un reguero de
cadáveres. Esta parte incluye breves apuntes metaliterarios, la experiencia de
un miembro de la familia del autor secuestrado por ETA, pero se centra en una
investigación que servirá de documentación para la escritura de la novela
acerca de un suceso olvidado, puesto en sordina desde el momento en que
ocurrió, digno de una portada de El Caso, cuya sordidez sirve de reflejo de una
época, de un contexto, ese al que apela el título de la novela.
Fosa común es la obra de un escritor inconformista, dotado
de grandes recursos y sentido del riesgo, que ofrece una nítida radiografía de
una época y un lugar: ese Burgos tenido como bastión franquista, pero también
una reflexión sobre el recuerdo y un análisis indirecto de la Transición. Si
acaso, la novela flaquea un poco en el equilibrio entre sus partes, cada una de
ellas muy definida en fondo y forma lo que dificulta un poco su fusión en la
mente del lector. La tercera y última, en concreto, puede resultar algo forzada
quizás porque la amiga del narrador, protagonista involuntaria de la tragedia
sobre la que aquel indaga, a diferencia de otros personajes, no juega un papel
relevante en su narración sobre la infancia, la amistad entre ambos no deja
huella en el lector lo que imposibilita la identificación con su siniestro
destino. Ello hace que la sensación que predomine sea la de un sinsentido, eso
sí, vagamente relativizado por los estamentos dominantes de la época. Claro que
es esa indefinición la que a su vez espolea a la búsqueda de un sentido a
través de metáforas y analogías, puede que en vano, por parte del lector.
La reseña está también disponible en el número de mayo de la revista digital de agitación cooltural agitadoras
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