Un elemento constante en la obra autobiográfica de JM
Coetzee que a su vez constituye una poderosa seña de identidad es el retrato
tan poco favorecedor sobre su persona que sale de su pluma. Sea por vía
interpuesta, a través del testimonio de supuestos personajes que le conocieron
en su edad adulta, en Verano, o de su propia mano en sus entregas previas: Infancia
y Juventud, el Nobel sudafricano no muestra ninguna piedad con sus flaquezas y carencias
como ser humano, un rasgo que denota valentía y transmite verosimilitud a su
testimonio.
Como deja claro en Infancia: Escenas de una vida de
provincias, la primera entrega de la serie publicada originalmente en 1997
(disponible en Mondadori y Debolsillo), dicha actitud nada complaciente hacia
su propia persona se revela ya desde sus primeros años. Y es que el Coetzee niño
no tiene una relación plenamente satisfactoria con nadie, ni siquiera con su
madre, comprensiva y entregada, hacia la que no puede evitar aplicar una dosis
de sadismo de la que parece plenamente consciente, ni con su hermano pequeño y
aún menos con su padre. Tampoco trenza vínculos emocionales con ninguno de los
numerosos miembros que componen las dos ramas familiares e incluso explica por
qué es así respecto a sus figuras más prominentes aunque nunca movido por la
necesidad de justificarse. Ese que emerge de la propia pluma del autor es, en
definitiva, un niño frío, distante, desconfiado y bastante retorcido.
Junto a la familia, es su experiencia en el colegio el
principal asunto sobre el que pivota la novela. El niño Coetzee es aplicado,
aspira a obtener las mejores notas y a menudo lo consigue, pero a la vez dado
al escaqueo y al engaño, como cuando sin un motivo aparente se hace pasar por
católico y en lugar de reconocer la falsedad se empeña en mantenerla a toda
costa. Allí ha de lidiar también con la amenaza latente que suponen los niños
afrikaaners, demasiado rudos y pendencieros para un alma sensible como la suya siempre
temerosa de verse sujeta a actos de violencia, sea por parte de sus compañeros,
de los propios profesores o por causa accidental durante la práctica del
cricket.
Infancia es asimismo una novela de escenarios: Worcester, el
pequeño y remoto pueblo al que llega la familia Coetzee desde Ciudad del Cabo al
encontrar allí el padre trabajo en las oficinas de una empresa de frutas en
conserva, un traslado que el niño no acaba de aceptar y ante el que muestra
problemas de adaptación; las visitas a la granja de la familia de su padre en
Vöelfontein, quizás el único elemento de su realidad hacia el que el autor
muestra abierto entusiasmo; o el regreso a Ciudad del Cabo cuando el
microcosmos familiar se envenena al hacerse más y más patentes las carencias
del padre coincidiendo con su empeño en practicar la abogacía.
Sobrevuelan la novela diversos conflictos de identidad que
cabe resumir en disyuntivas: la identidad afrikaaner frente a la inglesa, dado
que es la primera la que forma parte de las raíces de la familia pese a que
ellos tienden hacia la segunda en su vida cotidiana; el contraste entre el
ambiente rural en el que transcurre la mayor parte de la acción y el urbano del
que proceden y al que acaban regresando; la ambivalencia ante las ramas
familiares paterna y materna, las cuales se demuestran excluyentes. Por su
parte el problema racial sólo se atisba dado que el Coetzee niño tiene escaso contacto
con la población mestiza o nativa. Intuye la situación, que despierta en él
extrañeza y un muy incipiente sentimiento de injusticia pero no se ve
directamente expuesto a ella.
Coetzee emplea un estilo conciso, una prosa precisa, incluso
lacónica, y se vale del empleo de una tercera persona en tiempo presente que
dota a la narración, desarrollada de forma cronológica, de una sensación de
distanciamiento, casi testimonial, que paradójicamente se demuestra muy eficaz.
Destaca su capacidad para captar momentos, situaciones a menudo de apariencia
intrascendente pero reveladoras a la hora de forjar un rico retrato de las
inseguridades, de los conflictos internos y carencias del Coetzee niño: sus
temores, su tendencia a la autocompasión, su ansia de reconocimiento y sus mecanismos
de autodefensa, su vulnerabilidad como miembro de una familia poco asentada,
precaria, en un país complejo de identidades fraccionadas sostenido en un
extraño equilibrio en el que su protagonista parece destinado a no encajar. Al
modo de una premonición, la novela concluye al descubrir el autor, a raíz del
fallecimiento de su tía-abuela, los modestos antecedentes literarios en su
familia.
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