Reconocía en una entrevista Richard Ford que de entre sus
novelas sentía predilección por Incendios (Wildlife), en parte por la incomprensión
que despertó en su momento, algo quizás novedoso en la trayectoria de un
novelista que ha gozado del éxito de crítica y de público (Premio Pulitzer por
Independence Day, la segunda obra de la tetralogía protagonizada por Frank
Bascombe, y Premio Princesa de Asturias de las Letras 2016 por el conjunto de
su obra). En cierto sentido, su novela Canadá (Anagrama, 2013) vendría a
suponer un desquite, una revancha ante el rechazo que en su día provocara su
obra favorita pues en ella, sobre todo en su primera mitad, no sólo retoma sus líneas
maestras sino que las lleva aún más lejos en la segunda como si se tratara de
redoblar la apuesta.
Incendios y la primera parte de Canadá no sólo comparten
escenario geográfico y contexto temporal: los estados más remotos del noroeste
de Estados Unidos (Montana, las Dakotas) hacia 1960, sino que en la segunda
parte de ésta última la acción se traslada a una región aún más remota y
desolada esta vez del país que da nombre a la novela. Ambas historias –en lo
relativo a su primera parte en el caso de Canadá- indagan en las miserias de
seres adultos cuyas flaquezas y carencias abocan a sus núcleos familiares a la
desintegración arrastrando consigo a los seres más vulnerables, en el caso de
Canadá con unas consecuencias más desastrosas para todos sus miembros. En uno y
otro caso la narración se desarrolla desde el punto de vista del hijo: un
adolescente taciturno, sensible y observador que trata de desvelar el misterio
que envuelve a las relaciones entre los adultos y cuyas aspiraciones no parecen
estar en consonancia con el frágil entorno en el que le ha tocado desenvolverse.
La profunda sensación de desvalimiento que permea ambas novelas remite a la
obra más inspirada de Richard Yates, de quien Ford se ha declarado admirador.
Dell, que así es como se llama el protagonista de Canadá, –
esta vez cuenta con una hermana melliza, Berner, a diferencia de la condición
de hijo único en Incendios- articula el relato en perspectiva valiéndose de su
experiencia, de su intuición y recurriendo en determinados casos a fuentes de
dudosa fiabilidad. Gracias a sus dotes de observación, en la primera parte nos
familiarizamos con las carencias de sus padres cuya mala cabeza les empujará en
un acto de desesperación a cometer un acto extremo –el robo de un banco- que
condicionará de forma irreparable la vida de los cuatro miembros de la familia.
Destaca en ella la elaboración de los perfiles psicológicos de ambos
progenitores y su contraste, más efectiva si cabe al permanecer envueltos en un
halo de misterio pues son muchos los interrogantes que quedan sin contestar
debiendo recurrir el narrador en numerosas ocasiones a suposiciones, quizás
porque la conducta humana no puede ser abarcada en su totalidad a través de la
lógica.
Tras la abrupta desintegración del núcleo familiar, el joven
narrador se ve obligado a iniciar una nueva etapa vital esta vez al otro lado
de la frontera –el contraste entre los dos países de América del Norte
constituye otro elemento de la novela como ya lo fuera el de los padres- donde
es acogido con frialdad por el hermano de una amiga de su madre. Esa orfandad
en la práctica junto a la ya mencionada sensación de desamparo dota a la
segunda mitad de Canadá de un componente dickensiano que pronto gira para
acabar proyectándose sobre el misterio que envuelve a la figura de su distante
protector, un estadounidense que hace años se asentó en una pequeña localidad
del país vecino donde regenta un hotel de dudosa reputación frecuentado por
cazadores de ocas. El escenario y las circunstancias cambian pero las
motivaciones del joven permanecen idénticas: tratar de conciliar sus
aspiraciones con la realidad aún más difícil en la que se ve inmerso, lo que
pasa por desentrañar el enigma que ahora representa su improvisado benefactor y
las dudas que le genera que a la postre se revelarán fundadas.
La motivación que recorre Canadá de principio a fin consiste
en tratar de descubrir las claves que explican la conducta de los adultos de la
que depende la suerte del joven narrador, incapaz de valerse por sí mismo, más
que en desentrañar el alcance y las consecuencias de sus actos. En todo momento
pende sobre ella una especie de fatalismo, de determinismo: la impresión de la
tragedia que se va fraguando ante la impotencia del joven dadas las carencias
de los adultos de los que depende, que él sólo es capaz de atisbar pero que le
condicionarán de forma irremediable. Resulta irónico que cada uno de éstos
comparta con él consejos y sentencias dirigidos a ayudarle a desenvolverse en
la vida, una constante ya presente en Incendios.
El grueso de la acción se reparte en dos mitades que abarcan
una franja temporal de varios meses, la primera de las cuales transcurre en la
localidad de Great Falls (Montana) y la segunda en Fort Royal (Saskatchewan,
Canadá), y se completa con un epílogo en el que se nos aparece el protagonista
ya adulto –está a punto de jubilarse como profesor de Literatura y tras largo
tiempo se rencuentra brevemente con su hermana que sufre una enfermedad
terminal-. Compuesta de breves escenas narradas en primera persona, en tiempo
pasado, el autor apela a su memoria y a las fuentes de que se nutre su relato
anticipando una y otra vez las consecuencias de los hechos que narra, la desgracia
que se avecina, dejando claro que la intriga no está tanto en ellos sino en las
motivaciones que los alumbran. En contraste con esas enseñanzas en forma de
máximas que los adultos se empeñan en compartir con él Canadá ofrece un potente
fresco sobre la falibilidad humana y su carácter ordinario, así como las
desastrosas consecuencias a que da lugar. Ante las dificultades de Dell para
extraer conclusiones acerca del porqué de sus circunstancias, más que una
novela de formación o de superación, la que Ford nos ofrece es una historia de pura
supervivencia.
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