Hace
tiempo que para los europeos África es sinónimo de inmigración.
Las noticias de aquel continente, siempre trágicas, se limitan cada
vez más a la llegada de sus inmigrantes a nuestras costas, a las
consecuencias que tiene para la sociedad europea y a la reacción que
suscita en ella, sobre todo en los países del sur, más expuestos a
los flujos migratorios, al menos como puerto de entrada. El
inmigrante sigue siendo presentado como un ser anónimo, sin rasgos
distintivos más allá de la diferencia evidente que representa en
virtud de su origen, raza y condición, lo que facilita el que venga
equiparado, de forma inconsciente o no, a un bárbaro. Los medios no
muestran interés en llenar dicho vacío mientras los políticos
tienden, en el mejor de los casos, a presentárnoslo como un ser
abocado a caer en manos de las las mafias.
Como
tantas veces, corresponde a la literatura -también al cine- tratar
de dotar de contenido y de sentido a la experiencia y a las vivencias
de esos seres incomprendidos que a menudo vemos como una amenaza en
gran medida debido al absoluto desconocimiento que tenemos de ellos.
Quien esté interesado en humanizarles cuenta con un modesto
subgénero literario centrado en la experiencia de los clandestinos
que desde el África subsahariana buscan llegar a las costas
europeas. A él pertenecen El viaje de Kalilu y Partir para contar,
los relatos autobiográficos de dos jóvenes africanos procedentes de
Gambia y de Senegal que un día decidieron dejar su país de origen
para “marchar a la aventura”, que es como en la África
francófona se denomina al viaje para tratar de establecerse en
Europa.
Dichas
narraciones permiten al lector familiarizarse con el complejo
entramado surgido en torno al deseo o a la necesidad de emigrar de
tantos jóvenes africanos a lo largo de una ruta tan extensa como
bien definida a través de localidades estratégicas situadas en
países como Malí, Burkina-Fasso, Níger, Libia, Argelia y
Marruecos. La ruta por Mauritania y el Sahara Occidental, más corta,
viene desaconsejada por la gran cantidad de minas antipersona que hay
en ella lo que obliga a dar un larguísimo rodeo en aras de una
mayor, aunque siempre precaria, seguridad. Numerosos son así mismo
los distintos gremios a que ha dado lugar o que ya existían pero se
han beneficiado de la necesidad de desplazarse de tantas personas de
forma ilegal: los encargados de los aparcamientos de autobuses que
los distribuyen, los conductores que aceptan transportarles, los
guías que cubren largos trayectos a pie a menudo a través del
desierto, los “conseguidores” que lo mismo se encargan de obtener
un visado falso que algo de comida en el lugar más remoto. Los
clandestinos suponen un negocio, una fuente de ingresos que exprimir
a toda costa, siempre expuestos al abuso dada su vulnerabilidad.
Las
ciudades situadas en la ruta de los clandestinos cuentan con
precarios centros de acogida divididos según las nacionalidades y
gestionados por los propios inmigrantes en una jerarquía determinada
por su antigüedad. Recalan en ellos con la idea de encontrar
trabajos temporales que les permitan hacer algo de dinero antes de
proseguir la marcha. En las proximidades de Ceuta y de Melilla,
dichos centros se hallan en el campo, junto a bosques o en torno a
montañas próximas a la frontera. El atractivo de llegar a España a
través de dichos enclaves es que no se necesita dinero, a diferencia
del alto precio que se pide para intentar la travesía en una patera.
Los asaltos masivos a las vallas se producen cuando la acumulación
de jóvenes amenaza con desbordar la capacidad de dichos campamentos.
Pese
al entramado organizado en torno a los clandestinos, la exigencia que
conlleva el desplazamiento es máxima, los peligros y contratiempos
innumerables: engaños, chantajes, palizas, robos, asaltos, hambre,
sed, deportaciones, enfermedades, desorientación, violaciones,
abandonos, la resistencia física y mental de quienes se embarcan en
ellos es llevada al límite. Basta pensar que el viaje suele durar
años. Es raro que completen el trayecto al primer intento, lo más
común es que desde Marruecos los inmigrantes sean devueltos a un
destino próximo al de salida y tengan que empezar de nuevo. Muy rara
vez arrojan la toalla, una vez tomada la decisión el orgullo les
lleva a arriesgarse cuantas veces haga falta, cualquier cosa antes
que regresar a casa con el estigma del fracaso. La mayoría, por
tanto, se quedan en el camino a menudo en las condiciones más
penosas y crueles que cabe imaginar.
El
relato del gambiano Kalilu Jammeh va al grano, se limita a narrar los
hechos sin complementarlos con juicios ni valoraciones, los deja
hablar por sí solos y el resultado es una narración de corte
verista, sin artificios. Un relato duro y seco, sin apenas recursos
estilísticos, huérfano de adjetivos; la clase de discurso que cabe
imaginar en un personaje de las características de su autor que nos
hace partícipe de su experiencia a toro pasado aunque, pese a su
relativa brevedad, su austeridad discursiva y la cruel naturaleza de
los hechos relatados acaban poniendo a prueba la resistencia del
lector.
La
historia del senegalés Mahmud Traoré, Partir para contar: Un
clandestino africano rumbo a Europa, resulta más expansiva, más
literaria. Nos familiarizamos con las inquietudes de su protagonista,
su modo de ver las cosas, las motivaciones que le llevan a tomar sus
decisiones, su personalidad, en definitiva. Así, intercala
fragmentos que ilustran al lector sobre la comunidad a la que
pertenece de modo que nos familiarizamos con su bagaje. Narrado en
tiempo presente, el suyo es un texto más amplio y rico que el de
Jammeh, más detallista y evocador, sentimental por momentos, pero
también más artificioso. Se nota la mano de un co-narrador, el
periodista francés Bruno Le Dantec, al enriquecer la historia y
completarla con una reflexión que cuestiona algunos de los tópicos
del fenómeno de la inmigración desde la óptica de los europeos.
Ambos
coinciden que en caso de haber sabido lo que les esperaba
probablemente no
hubieran “marchado a la aventura”. Tampoco son muy explícitos
respecto a las motivaciones que les empujaron a emprenderla como si
fuera una opción natural que más que de las circunstancias de quien
la asume depende de su personalidad, de su inconformismo, de su
espíritu de aventura y de su ambición. Ello lleva a pensar que tan
útiles como dichas lecturas pueden ser para el europeo a fin de
tratar de comprender el fenómeno más aún lo pueden ser para el
africano. El problema es que ni a uno ni a otro parece seducir la
idea de acercarse a una realidad tan dura; a unos por comodidad,
prefiriendo delegar el problema en las autoridades “responsables”,
a los otros por el altísimo coste que conlleva renunciar a la
esperanza.
Esta reseña está también disponible en el ultimo número de la revista digital agitadoras
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