El modelo económico y social que integraba a la clase media y a las clases populares occidentales ha implosionado: la especialización de la economías, la adaptación a un mercado globalizado, la acentuación de la división internacional del trabajo y la reducción de los sistemas de protección social ha condenado a la inseguridad social, económica y cultural a la población de amplios territorios alejados de las grandes ciudades no aptos para la globalización. El repliegue de los estados debido a su endeudamiento y sometimiento a la banca privada a través de directivas europeas promovidas por la clase dominante unido al envejecimiento de la población y a la ausencia de políticas de natalidad ha hundido las expectativas de movilidad social e integración cultural de una clases populares inquietas por una inmigración que perciben como factor desestabilizador para sus conquistas sociales. Una vez ha dejado de ser un referente cultural, reducida al ostracismo, ¿cómo es posible conformar una sociedad sin una clase media mayoritaria e integrada económica y culturalmente?
Tal es el interrogante que el geógrafo francés Christophe Guilluy plantea en su libro No Society: El fin de la clase media occidental, publicado por Taurus el pasado año. Guilluy argumenta que la reacción del mundo de arriba ante la situación que él mismo ha contribuido a generar ha sido la secesión, el abandono del bien común y el aislamiento respecto de un mundo de abajo improductivo a fin de liberarse de la solidaridad nacional hacia los territorios y poblaciones no aptas para la globalización, lo que supone el fin de la sociedad como la hemos conocido hasta ahora. Aislada social y geográficamente, ante la creciente dificultad para articular mayorías electorales estables que defiendan sus intereses, a través de los medios de comunicación y de la academia la clase dominante busca marginar el diagnóstico sobre la realidad de las clases populares. En lugar de una contestación generalizada dicha ruptura ha propiciado reivindicaciones sectoriales, individuales y grupales en la medida en que el bien común ha dejado de ser un objetivo. La clase política ya no se dirige a un todo sino a cuotas de mercado.
El empeoramiento de las condiciones de vida y de las expectativas para sectores cada vez más amplios de la población ha derivado en una creciente desconfianza hacia el sistema democrático pero la contestación-revolución se antoja imposible sin el compromiso de una parte de las élites y de la burguesía hacia los más desfavorecidos. El surgimiento de movimientos populistas que canalizan el descontento ha roto el consenso ideológico dentro de la clase dominante, de ahí su demonización al tomar en consideración el diagnóstico de los más desfavorecidos. El populismo responde a una necesidad de volver a crear sociedad: preservar el bien común, los servicios públicos, la defensa del marco nacional y de un mundo popular sedentario. Al tratar de revertir las dinámicas de la globalización y el multiculturalismo impulsadas por la clase dominante buscan garantizar la supervivencia del sistema.
Sometidas a la doble presión de un modelo exhausto y de una oposición popular cuyo poder blando deconstruye las representaciones de su mundo, Guilluy entiende que una parte de las clases dominantes deberá reintegrarse en el marco nacional. Solo en él se puede ejercer la solidaridad y protegerse contra el dumping social, medioambiental o fiscal, cuestionarse el crecimiento del PIB como objetivo prioritario en favor de indicadores que incorporen consumo, ocio, mortalidad, desigualdad o coste medioambiental y regular una inmigración que no se asienta en el hábitat de la sociedad abierta sino en el de las clases populares produciendo conflictividad social y angustia identitaria. El cambio de paradigma, concluye, pasa porque las clases dominantes aprendan a vivir con su pueblo.
Implacable en su diagnóstico, el análisis de Guilluy resulta más incierto al afrontar posibles soluciones. No Society enfoca la problemática de las clases populares como un todo cuando su descontento busca ser captado por corrientes políticas de signo diverso, incluso antagónico: no es lo mismo que sea canalizado por corrientes neo-fascistas o por populismos de izquierdas. Así, movimientos que enfatizan propuestas que Guilluy adscribe a los intereses de las clases populares las combinan con otras que favorecen a las clases dominantes, por ejemplo las bajadas de impuestos a los más ricos. El batiburrillo de corrientes y de visiones que aspiran hoy a captar el descontento a menudo se contradicen o contraponen entre ellas, no siendo descartable que las aspiraciones de las clases populares acaben polarizándose e incluso enfrentándose entre sí.
Discutible es también la inclusión de las aspiraciones independentistas de territorios como el catalán -alude también al caso escocés o al de Flandes si bien se detiene en aquel- en la dinámica secesionista de las élites respecto de las clases periféricas y desfavorecidas, cuando el independentismo está tanto o más arraigado en las áreas rurales de Catalunya que en la propia metrópoli que, según Guilluy, constituiría el núcleo secesionista, y sus apoyos engloban el amplio espectro ideológico que va desde el altermundismo a la burguesía más conservadora o cosmopolita. En todo caso, si fuera dirigido por unas élites sería en oposición a otras aún más poderosas y globalizadoras establecidas en Madrid. La visión de Guilluy es un tanto maniquea a fin de encajar en su tesis una problemática compleja que comprende múltiples variables.
Se puede también argumentar que las características de Francia, las que Guilluy mejor conoce y desarrolla en su libro, no son extrapolable sin más a otras realidades. Así, mientras la Francia periférica mantiene su empuje demográfico pese a su declive económico, aquí nos encontramos con la problemática de una España interior cada vez más vaciada. Su análisis sobre la figura y el ascenso de Donald Trump resulta, por el contrario, certero al describir cómo consiguió establecer una alianza entre una fracción del mundo de arriba y la América periférica. La toma de conciencia de la realidad de las clases populares por una fracción de las élites es hoy un riesgo que puede ocurrir en cualquier momento y en cualquier país.
El repliegue al marco nacional como ámbito para reconfigurar la sociedad, la visión reaccionaria que propone Guilluy, ofrece la incógnita de si una hipotética suma de intenciones nacionales, no digamos si el repliegue se da en unos pocos casos aislados, bastaría para revertir o controlar la dinámica globalizadora y sus efectos en un mundo hiperconectado, si no contribuiría a resucitar los nacionalismos de estado y, en el caso de Europa, si dichas entidades nacionales serían capaces de desarrollar una soberanía efectiva frente a los intereses cada vez menos disimulados de superpotencias como Estados Unidos o China.
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