La muerte en Venecia, la popular novela corta de Thomas Mann, ofrece una reflexión, una exaltación más bien, sobre el efecto de la belleza en una persona sensible -un esteta encarnado en un maduro y solitario escritor que ha obtenido el reconocimiento-, que a su vez da pie a teorizar sobre la inspiración y la creación literaria. Todo ello bajo el influjo de la muerte -la novela arranca junto a un cementerio y culmina con el fallecimiento de Aschenbach, su protagonista-, como un viaje que encuentra su culminación en la preciosa y decadente ciudad de los canales como escenario.
En sus cinco capítulos, el escritor alemán narra el repentino deseo de viajar por parte del escritor a raíz de su visión de un hombre de aspecto peculiar junto a un cementerio, describe su perfil y el de su carrera literaria, sus dudas y devaneos hasta instalarse en un hotel junto a la playa veneciana de el Lido, explora la obsesión que en él despierta Tadzio, un joven muchacho polaco y, por fin, concluye la narración con su descenso al abismo en la hermosa ciudad corrompida por la peste.
Podría describirse Muerte en Venecia como una historia de amor platónico entre un señor ya maduro y un muchacho. Dos seres que no han tenido oportunidad de cruzar una sola palabra -el personaje de Tadzio no deja de ser una especie de espectro luminoso- y sin embargo han establecido un vínculo en forma de “una curiosidad sobreexcitada e inquieta”, propia de quienes “se encuentran y se observan cada día, a todas horas” pero se ven obligados a “fingir una indiferente extrañeza”.
Es también la historia de un arrebato, de una fascinación, una obsesión que se apodera de la voluntad de quien la padece, con un efecto embriagador no muy distinto al producido por una interminable borrachera, que no solo trastoca su habitual forma de proceder sino que acaba por ponerla patas arriba en un estado próximo a la enajenación. Una especie de síndrome de Stendhal enfocado en la hermosura física de un efebo que se desarrolla, a su vez, en un escenario de indudable belleza si bien sometido a unas condiciones extremas, mal disimuladas por los lugareños, en forma de pandemia.
Resulta un tanto desconcertante que el efecto fulminante que Tadzio ejerce sobre Aschenbach no parece tener precedente. La fascinación que éste siente por aquel es repentina, inmediata, no hay nada que nos haga pensar que algo ni remotamente similar le hubiera podido ocurrido en el pasado. Tan solo sabemos que estuvo casado, que su mujer falleció y que tiene una hija.
Como ocurre con todo enamoramiento, la obsesión de Aschenbach por Tadzio es también producto de una idealización: “Pues el hombre ama y respeta al hombre mientras no se halle en condiciones de juzgarlo, y el deseo vehemente es el resultado de un conocimiento imperfecto”. Lo llamativo es que el muchacho no solo acepta el interés que despierta en Aschenbach sino que al sentirse objeto de su admiración, participa de ella, la alimenta a través de un sutil flirteo con el escritor.
La diferencia de edad es el rasgo más llamativo, y polémico, al margen de que es entre dos hombres, de la atracción que Aschenbach siente por Tadzio, pues el muchacho polaco de aspecto un tanto frágil y arrebatadora belleza tiene apenas catorce años. Representa así, en cierto sentido, un precedente respecto a Lolita, de Vladimir Nabokov. Se trata, en cualquier caso, de una relación platónica en el sentido más estricto, no se infringe nada más allá de una supuesta rectitud moral. Tampoco hay lugar para el escándalo al tratarse de una atracción de la que solo son conscientes las dos personas implicadas, con la excepción quizás de la madre del joven. No obstante, ello invita a pensar cómo sería recibida la novela en su momento -fue escrita en 1912.
A fin de explorar el tema de la belleza, Thomas Mann recurre a las enseñanzas de la antigua Grecia, a las palabras de Sócrates a Fedro, recogidas por Platón, en torno al deseo y la virtud, en las que reconoce que la Belleza como objetivo conduce al abismo, en la medida en que para el hombre sensible no hay más opción que entregarse a ella sin reparar en las consecuencias. No es el único caso en la narración en que el autor introduce una penetrante reflexión sobre un determinado asunto o idea. Por momentos, el ensayo parece adentrarse en la ficción.
Más dudas ofrece quizás la visión un tanto desdeñosa que el autor ofrece respecto de las maneras y falta de profesionalidad que parece aquejar a la mentalidad meridional -el falso gondolero que a su llegada desobedece las instrucciones de Aschenbach y le transporta hasta el hotel, el equívoco con su valija que acaba siendo enviada a un destino erróneo-, vista desde la perspectiva de un riguroso europeo del norte.
La supuesta superioridad reaparece cuando los septentrionales aparecen como los mejor informados y los más perspicaces acerca de la realidad de una pandemia que las gentes de otras latitudes, sean italianos o polacos, no parecen captar o, aún peor, colaboran en promover el engaño. La condena de Aschenbach parece venir, en parte, al desobedecer su propia naturaleza e insistir en quedarse en Venecia una vez los veraneantes alemanes se han marchado.
Mann racionaliza en La muerte en Venecia los sentimientos y la visión de un esteta y con una precisión rica a su vez en simbolismos -la decadencia y corrupción de Aschenbach como paralelismo a la de una Venecia cada vez más insalubre-, valiéndose de un relativo distanciamiento proporcionado por el empleo de la tercera persona en tiempo pasado, con un enfoque por momentos didáctico disecciona su apasionada experiencia llevada al límite. Dicho contraste marca el tono de la novela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario