APOGEO Y CAÍDA DE UN GESTOR ILUMINADO
Alguien dijo que la calidad de las personas se pone de manifiesto según su comportamiento en los momentos difíciles, en las situaciones críticas; pero fue acallado por otros que insistían que no, que la estatura moral se revela preparando discursos y firmando documentos.
El presidente de gobierno se reveló enseguida un gestor eficaz. El despacho que heredara de su antecesor presentaba todos los papeles en su sitio. Un contundente economicismo, la lógica aplastante de los números como dogma de fe, había suplantado a toda una serie de valores trasnochados que se batían en retirada. El gobierno blandía con fiereza sus datos macroeconómicos, que no dudaba en emplear como arma arrojadiza contra cualquiera que osara cuestionar su gestión, y buena parte de la ciudadanía aceptó con naturalidad su condición de “nuevos ricos”.
La satisfacción por la supuesta bonanza económica animó al gobierno a hacer comulgar a los ciudadanos con ruedas de molino de mayor grosor, en la confianza de que el bienestar monetario compensaría cualquier desliz que pudiera cometer en otros ámbitos. Los gobernantes contrarrestaron la pésima gestión de la catástrofe ecológica, aquella en que los ministros responsables se marcharon a toda prisa de fin de semana mientras se fraguaba la tragedia frente a las costas gallegas, tapando con fajos de billetes las bocas de los afectados. Una pena que el galipote no se aviniera a negociar para comprar también su retirada de la costa. Dejando al margen aquella pequeña mancha en su expediente, el gobierno debió sentirse tan avalado por su buen hacer, -al poco tiempo el ministro responsable del medio ambiente regresaba triunfante a su feudo tras las elecciones locales-, que siguió idéntico proceder a raíz del accidente aéreo del avión ucraniano que costara la vida a sesenta y dos soldados españoles. A las primeras de cambio el gobierno sacó la chequera del bolsillo para hacerse cargo de las indemnizaciones como quien acepta gustoso pagar una multitudinaria mariscada, y a otra cosa. “Nunca se ha pagado con tanta rapidez a los damnificados”, decían, empleando el mismo argumento que ya usaran tras el hundimiento del petrolero, dando además la impresión de que la pasta salía de sus propios bolsillos. Y es que para algunos, lo que no se arregla con índices económicos, se arregla con dinero contante y sonante.
Un buen día en que, cansado de repasar una y otra vez las cuentas, se entretenía hurgando en los armarios de su despacho, el presidente encontró un gastado y polvoriento disfraz de estadista. Tras un momento de duda, decidió probárselo...
Poco tiempo se tardó en oír al presidente insistir que el país debía sacudirse los complejos históricos y aceptar con naturalidad el destino glorioso que le correspondía en virtud de sus méritos intrínsecos.
En el momento de finalizar su mandato el presidente había visitado en nada menos que dieciséis ocasiones el país más poderoso del planeta, pero sólo uno de sus numerosos encuentros con el máximo mandatario había tenido lugar en el suelo patrio, aprovechando una parada de varias horas de aquél a modo de aperitivo de una ajetreada gira por el continente. Aún así, el presidente se jactaba de haber desarrollado con el máximo mandatario una relación de tú a TÚ.
Encorajinado al parecer entre cumbre y cumbre de mandatarios, el presidente no dejaba pasar ocasión sin insistir que acabaría para siempre con el terrorismo; no con un determinado grupo terrorista, o con cierto tipo de acciones terroristas, sino con todo el terrorismo, incluido el que aún no se había generado. Para ello decidió que no había mejor método que la guerra. Fue así como declaró la guerra al terrorismo.
En agradecimiento por el apoyo y los servicios prestados, contradiciendo voces supuestamente autorizadas que habían predicho que la postura del presidente se traduciría en grandes beneficios y riquezas para todo el país, el mandatario del país más poderoso comprendió que se daría por satisfecho con un generoso masaje de ego. A tal fin le preparó un eficaz tratamiento a base de condecoraciones y discursos institucionales en suntuosos escenarios.
Curiosamente, a medida que el terrorismo doméstico se debilitaba, la crispación se apoderaba del país. Los atentados disminuían, así como el número de víctimas, pero el presidente repetía cada vez con mayor insistencia la misma frase: acabaremos con el terrorismo. No dejaba ocasión para proferirla en tono solemne. Al principio sonaba contundente, retadora, probablemente porque se la dirigía a los vivos.
Una vez el presidente y los suyos fueron perdiendo el contacto con la realidad, llegaron a creer que si se empeñaban podían transformar un día de lluvia en uno de sol. “Como pica hoy el sol”, decían, y todos asentían asomando la cabeza por debajo de los paraguas. El encanto se deshizo aquel día en que sus voces quedaron ahogadas por los rugidos de la tormenta.
La bipolarización del país, que tantos disgustos había provocado en el pasado, irrumpió con una violencia inusitada rompiendo cualquier pauta establecida hasta entonces. En esta ocasión no eran ya carlistas contra liberales, ni republicanos contra monárquicos o izquierdistas contra derechistas, tampoco centristas contra periféricos, ni madridistas contra barcelonistas. No, las motivaciones que en esta ocasión aglutinaban a ambos bandos, la esquizofrenia que una vez más se apoderó con virulencia de la mente del país, adquirió formas insospechadas. De un lado estaban quienes deseaban que la tormenta la hubieran desencadenado terroristas domésticos, y por otro los que ansiaban que hubieran sido terroristas internacionales.
El presidente no dejó pasar la ocasión de pronunciar su frase favorita, pero una vez se le ocurrió endosársela también a los muertos, a los casi doscientos cadáveres aún calientes, víctimas todas ellas del salvaje atentado terrorista, la frase sonó de repente hueca, gastada, absurda...
Una vez confirmada la autoría de la masacre por parte de fundamentalistas islámicos, el país se encontró con que el partido le venía grande, como un equipo de tercera regional que en el intervalo que dura un parpadeo se ve disputando una final de la Champions League.
El presidente, que se había caracterizado por su gesto adusto y sus maneras broncas, cuya chulesca forma de hacer había impregnado todo lo que tocaba, gustaba también de sorprender a los suyos con decisiones personales que guardaba con gran celo hasta el último instante. Por todo ello, una vez recuperados del impacto inicial, a nadie chocó la brusquedad con que las circunstancias conjuraron para desbaratar de un plumazo su legado.
Alguien dijo que la calidad de las personas se pone de manifiesto según su comportamiento en los momentos difíciles, en las situaciones críticas; pero fue acallado por otros que insistían que no, que la estatura moral se revela preparando discursos y firmando documentos.
El presidente de gobierno se reveló enseguida un gestor eficaz. El despacho que heredara de su antecesor presentaba todos los papeles en su sitio. Un contundente economicismo, la lógica aplastante de los números como dogma de fe, había suplantado a toda una serie de valores trasnochados que se batían en retirada. El gobierno blandía con fiereza sus datos macroeconómicos, que no dudaba en emplear como arma arrojadiza contra cualquiera que osara cuestionar su gestión, y buena parte de la ciudadanía aceptó con naturalidad su condición de “nuevos ricos”.
La satisfacción por la supuesta bonanza económica animó al gobierno a hacer comulgar a los ciudadanos con ruedas de molino de mayor grosor, en la confianza de que el bienestar monetario compensaría cualquier desliz que pudiera cometer en otros ámbitos. Los gobernantes contrarrestaron la pésima gestión de la catástrofe ecológica, aquella en que los ministros responsables se marcharon a toda prisa de fin de semana mientras se fraguaba la tragedia frente a las costas gallegas, tapando con fajos de billetes las bocas de los afectados. Una pena que el galipote no se aviniera a negociar para comprar también su retirada de la costa. Dejando al margen aquella pequeña mancha en su expediente, el gobierno debió sentirse tan avalado por su buen hacer, -al poco tiempo el ministro responsable del medio ambiente regresaba triunfante a su feudo tras las elecciones locales-, que siguió idéntico proceder a raíz del accidente aéreo del avión ucraniano que costara la vida a sesenta y dos soldados españoles. A las primeras de cambio el gobierno sacó la chequera del bolsillo para hacerse cargo de las indemnizaciones como quien acepta gustoso pagar una multitudinaria mariscada, y a otra cosa. “Nunca se ha pagado con tanta rapidez a los damnificados”, decían, empleando el mismo argumento que ya usaran tras el hundimiento del petrolero, dando además la impresión de que la pasta salía de sus propios bolsillos. Y es que para algunos, lo que no se arregla con índices económicos, se arregla con dinero contante y sonante.
Un buen día en que, cansado de repasar una y otra vez las cuentas, se entretenía hurgando en los armarios de su despacho, el presidente encontró un gastado y polvoriento disfraz de estadista. Tras un momento de duda, decidió probárselo...
Poco tiempo se tardó en oír al presidente insistir que el país debía sacudirse los complejos históricos y aceptar con naturalidad el destino glorioso que le correspondía en virtud de sus méritos intrínsecos.
En el momento de finalizar su mandato el presidente había visitado en nada menos que dieciséis ocasiones el país más poderoso del planeta, pero sólo uno de sus numerosos encuentros con el máximo mandatario había tenido lugar en el suelo patrio, aprovechando una parada de varias horas de aquél a modo de aperitivo de una ajetreada gira por el continente. Aún así, el presidente se jactaba de haber desarrollado con el máximo mandatario una relación de tú a TÚ.
Encorajinado al parecer entre cumbre y cumbre de mandatarios, el presidente no dejaba pasar ocasión sin insistir que acabaría para siempre con el terrorismo; no con un determinado grupo terrorista, o con cierto tipo de acciones terroristas, sino con todo el terrorismo, incluido el que aún no se había generado. Para ello decidió que no había mejor método que la guerra. Fue así como declaró la guerra al terrorismo.
En agradecimiento por el apoyo y los servicios prestados, contradiciendo voces supuestamente autorizadas que habían predicho que la postura del presidente se traduciría en grandes beneficios y riquezas para todo el país, el mandatario del país más poderoso comprendió que se daría por satisfecho con un generoso masaje de ego. A tal fin le preparó un eficaz tratamiento a base de condecoraciones y discursos institucionales en suntuosos escenarios.
Curiosamente, a medida que el terrorismo doméstico se debilitaba, la crispación se apoderaba del país. Los atentados disminuían, así como el número de víctimas, pero el presidente repetía cada vez con mayor insistencia la misma frase: acabaremos con el terrorismo. No dejaba ocasión para proferirla en tono solemne. Al principio sonaba contundente, retadora, probablemente porque se la dirigía a los vivos.
Una vez el presidente y los suyos fueron perdiendo el contacto con la realidad, llegaron a creer que si se empeñaban podían transformar un día de lluvia en uno de sol. “Como pica hoy el sol”, decían, y todos asentían asomando la cabeza por debajo de los paraguas. El encanto se deshizo aquel día en que sus voces quedaron ahogadas por los rugidos de la tormenta.
La bipolarización del país, que tantos disgustos había provocado en el pasado, irrumpió con una violencia inusitada rompiendo cualquier pauta establecida hasta entonces. En esta ocasión no eran ya carlistas contra liberales, ni republicanos contra monárquicos o izquierdistas contra derechistas, tampoco centristas contra periféricos, ni madridistas contra barcelonistas. No, las motivaciones que en esta ocasión aglutinaban a ambos bandos, la esquizofrenia que una vez más se apoderó con virulencia de la mente del país, adquirió formas insospechadas. De un lado estaban quienes deseaban que la tormenta la hubieran desencadenado terroristas domésticos, y por otro los que ansiaban que hubieran sido terroristas internacionales.
El presidente no dejó pasar la ocasión de pronunciar su frase favorita, pero una vez se le ocurrió endosársela también a los muertos, a los casi doscientos cadáveres aún calientes, víctimas todas ellas del salvaje atentado terrorista, la frase sonó de repente hueca, gastada, absurda...
Una vez confirmada la autoría de la masacre por parte de fundamentalistas islámicos, el país se encontró con que el partido le venía grande, como un equipo de tercera regional que en el intervalo que dura un parpadeo se ve disputando una final de la Champions League.
El presidente, que se había caracterizado por su gesto adusto y sus maneras broncas, cuya chulesca forma de hacer había impregnado todo lo que tocaba, gustaba también de sorprender a los suyos con decisiones personales que guardaba con gran celo hasta el último instante. Por todo ello, una vez recuperados del impacto inicial, a nadie chocó la brusquedad con que las circunstancias conjuraron para desbaratar de un plumazo su legado.
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