¿Cuántos escritores han podido ver su autobiografía publicada a los 100 años de edad? Tal privilegio ha tenido el poeta Lawrence Ferlinghetti, de raíces portuguesas y no italianas como cabía pensar, miembro de la generación beat: echar la vista atrás desde su vertiginosa edad para rememorar instantes, personajes y para desgranar reflexiones y visiones llenas de lucidez por alguien dotado de tan amplia perspectiva vital como perspicacia.
Desde su infancia desubicada y privada de afectos dada la ausencia del padre, entregado por su madre en adopción al verse incapaz de hacerse cargo de un quinto hijo, de su juventud reclutado por el ejército de Estados Unidos para desembarcar en Normandía y después luchar en el frente del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, Ferlinghetti rescata momentos vividos o evocados que retratan su forma de entender la existencia. Sea a partir de escenarios, como su estancia en París en los años de posguerra tras los pasos de la generación perdida, o San Francisco como ciudad de acogida, “la última frontera” en la expansión de su país hacia el Oeste cuyo carácter insular deriva de los marginados y buscavidas que la poblaron en su origen. Sea a partir de personajes con los que alternó, como los miembros más destacados de la generación beat: Kerouac, Ginsberg, Neal Cassady o Gregory Corso, a quienes menciona de pasada, casi como si fuera lo que se espera de él más que por convicción, o escritores de referencia que afloran en el texto con naturalidad: poetas como Yeats, TS Eliot, Walt Whitman, Dylan Thomas, clásicos griegos, Dante, o narradores como Proust, Joyce o Beckett.
Sus grandes preocupaciones afloran una y otra vez en los márgenes de un relato que progresa en forma de bucle: el budismo y la búsqueda de la cuarta persona de singular, su evolución política desde el anarquismo al socialismo humanitario, el instinto sexual y la falocracia, el ego al que se refiere como yo-yo-yo, la sobrepoblación y otras amenazas para la existencia -el autor, por cierto, es expulsado de una cafetería parisina por un camarero a indicación de Sartre al tratar Ferlinghetti de dirigirse a él-, la ausencia de sentido en la vida. “Soy la conciencia de una generación o sólo un viejo necio quejica tratando de escapar la conciencia dominante materialista avariciosa de América hoy… Sí escapando a través del misticismo o la iluminación o escapando a través de las drogas y la psicodelia o a través del lirismo puro en pintura o en palabras”.
Dada su peculiaridad formal: ausencia de signos de puntuación, textos repartido en bloques o fragmentos que se suceden de forma indistinta, que invitan a ser abordados de forma aleatoria una vez familiarizados con la cruda infancia del autor, cuyo discurso remite al “flujo de conciencia” que Ferlinghetti describe como “una especie de prolongada epifanía para sostener un pensamiento improvisado… y no hay trama como no la hay en la vida solo hay el tartamudeo de fraseología entre el despertar y el dormir”, Little Boy precisa de cierta voluntad de sintonización por parte del lector. Como recompensa obtiene el testimonio de un testigo privilegiado del siglo XX e inicios del XXI -”Volvamos al presente donde el mundo está llegando a su fin por millonésima vez sólo que esta vez es cierto”-, curioso e inconformista, que cuestiona y se cuestiona desde una bonhomía contagiosa y una modestia creíble que rehuye la referencia a logros indudables en los que participó, como su labor de editor en la publicación del en su día controvertido poema Aullido que a punto estuvo de costarle la cárcel, o la creación de la emblemática librería City Lights en San Francisco en cuyo piso superior aún residía cuando escribió el libro. En la memoria de Ferlinghetti lo concreto cede todo el protagonismo a lo inmaterial.