A alguien que titula “Richard Yates” su segunda
novela sabía que antes o después acabaría leyéndolo. No en vano uno siente
debilidad por el escritor de Yonquers. He aguardado hasta la publicación de
Taipei, la novela que la crítica ha saludado como la confirmación del talento
del joven escritor norteamericano de origen chino, Tao Lin, publicada en España
por la editorial Alpha Decay, para ponerme a ello.
Si bien aún no he despejado la curiosidad por
conocer cómo fue que se le ocurrió el título de su segunda novela, si algo veo
en común, tras leer Taipei, entre el autor de Vía Revolucionaria y Tao Lin es
una aureola de malditismo y una visión cruda, amarga, de la existencia, dada la
presunta incapacidad de sus personajes para empatizar en el plano emocional con
otros seres humanos, y cierta querencia, asumida en mayor o en menor medida,
por los impulsos autodestructivos.
Taipei es la historia –cabe suponer que con un
fuerte componente autobiográfico- de un joven escritor llamado Paul cuya vida
en la ciudad de Nueva York transcurre sin horarios ni obligaciones durante
largos periodos, más allá de asistir a las charlas de presentación de su libro
en diversas ciudades de Estados Unidos. Incluye también la breve visita que,
acompañado de su novia, efectúa a sus padres en la ciudad que da título a la
novela.
De la mano de Paul, de sus amigos y ligues,
conocemos a una juventud privilegiada y sin embargo alienada, nihilista e
inmadura, entregada a una cultura de la transgresión basada en el constante consumo
de drogas. Seres ombliguistas, aislados pese a hacerse compañía, fascinados por
la tecnología de la comunicación pero sin nada sustancial que comunicar,
castrados emocionalmente e incapacitados para forjar relaciones estables, para
expresar y plasmar sus sentimientos.
Taipei es una novela autorreferencial –esa a la que
pertenece Paul es una juventud sin referencias, salvo las propias-,
autobiográfica, aunque escrita en tercera persona. Alterna monólogos
ensimismados, dados a la auto-observación, escritos con frases largas para lo
que se estila en inglés, un tanto trabajosas, en ocasiones confusas, fiel
reflejo de la disipación mental de su protagonista, con diálogos fugaces que parecen
atravesar a sus interlocutores y que nunca parecen llegar a lado alguno. Es su
concepción, en base a breves escenas, la que dota de cierta agilidad al
conjunto.
La novela apenas ofrece referencias culturales –su
formato no es pop- y tampoco tiene banda sonora. La libertad de horarios de la
que goza el protagonista le lleva a vivir a su ritmo, o al de sus altos y
bajos, sin preocuparle que sea de día o de noche. Su vida transcurre en gran
medida en lugares cerrados, lo que alimenta cierta sensación de claustrofobia.
La austeridad formal junto al extremo estilo de vida de Paul y la longitud de
la novela –habrá quien piense que le sobran páginas- hacen de su lectura una
experiencia un tanto ardua, de correosa digestión.
Taipei es una obra compleja, contradictoria, siempre
a caballo entre la comunicación y la incomunicación –en una escena Paul y sus
amigos acuden a una sala de cine y se sientan por separado para enviarse mensajes
por el móvil; incapaces de adoptar una actitud pasiva, no aguantan sentados ni
media hora-, cruda, no divertida de leer, pero contemporánea, estilosa –eso que
algunos califican como “hip”-, que deja cierto poso, o quizás sería más preciso
decir resaca.
Se percibe por parte de ciertos sectores de la
industria editorial un esfuerzo –a tal fin se ha acuñado la etiqueta Alt Lit- por
convertir a Tao Lin en un referente, en portador actualizado en la era virtual del
espíritu de transgresión y alienación juvenil que es ya un clásico cultural. Al
lector corresponde, por tanto, establecer el veredicto.
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