Escribía este domingo en El País un artículo Eduardo Lago reivindicando la lectura de clásicos de la literatura en detrimento de los best-sellers que copan las listas de los libros más vendidos. Él hacía referencia a la novela Anna Karenina, argumentando que además de entretener aporta experiencia de la vida en la medida en que nos vemos reflejados en muchas de las vicisitudes y las emociones que viven sus personajes.
Y, en efecto, acercarse a los clásicos cuesta esfuerzo. Sea por su extensión -Anna Karenina sobrepasa las mil páginas- o porque estimando su lectura como aconsejable e incluso deseable nunca acaban de encajar en nuestra agenda. No es fácil hacerles un hueco. Siempre acaban quedando relegados ante lecturas más actuales, más apremiantes, o nos engañamos pensando que ya habrá tiempo más adelante para abordarlos.
Fue así, como un poco harto de engañarme, ideé una estrategia que me permitiera acercarme a los clásicos. Decidí que cada verano leería una de las siete novelas que componen el ciclo En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Ahora mismo estoy enfrascado en la segunda: A la sombra de las muchachas en flor. Por su parte, me comprometí a leer cada Navidad una obra de Charles Dickens. El año pasado fue Great Expectations y ya ha comenzado el debate acerca de la que leeré esta año.
Parece mentira. Una vez asumido, siento el compromiso como ineludible. O lo que es lo mismo: funciona.
1 comentario:
¡Yo también leí ese artículo!, aunque hay un dato que quiero corroborar porque creo que se columpiaron en una cosa.
Sinceramente, prefiero a Dostoievsky que a Tolstoi.
Saludos
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