lunes, agosto 23, 2010



Vi por primera vez la película Saló o los cien días de Sodoma en el desaparecido Teatro Argenta de Castro Urdiales. Hace ya muchos años de aquello. Se me quedó grabado, no obstante, el retumbar del viejo suelo de madera a medida que los espectadores se precipitaban por los pasillos a oscuras en busca de la salida. Aquel ruido nos acompañó durante toda la proyección. Esta vez, mejor versado sobre la obra y la figura de Pier Paolo Pasolini, la vi en vídeo. Pero el efecto fue el mismo: inquietud, desagrado, incredulidad, horror. Tuve que acabar cerrando los ojos ante las escenas finales. Ahora sé, que da igual cuántas veces la vea, la reacción será idéntica. Quizás sea ese uno de los méritos de la película que, a diferencia de tantas otras que en su día escandalizaron pero que el paso del tiempo domesticó, hoy provoca el mismo rechazo que el día de su estreno. No se trata de un horror gratuito, al modo de la célebre escena del ojo y la cuchilla de El perro andaluz de Buñuel aunque haya similitudes. Pasolini estaba escandalizado por la degradación a la que, según él, se veía sometida la juventud italiana por parte del sistema, algo en lo que era visceral. Ambienta los hechos en la efímera República fascista de Saló que se creó coincidiendo con la invasión aliada, cuando Italia se dividió entre defensores y detractores del fascismo. A fin de entender las motivaciones de Pasolini conviene leer sus Cartas Luteranas que ya reseñé en el número de espacioluke del mes de junio. Quien busque la tibieza, que mire hacia otro lado.

No hay comentarios: